Este juguete ancestral siempre me ha fascinado, desde muy niño no solo las elevé con placer, sino que aprendí a construirlas y ganarme unos pesos con la venta. En los pueblos de mi niñez abundaba la caña brava, material indispensable para su construcción en una época en que no había de plástico y materiales sintéticos. Según el país reciben diferentes nombres como papalote, piscucha, barrilete, pandorga, volantín.
Siempre las hacíamos con papel de diferentes clases, hasta con papel periódico y papel de regalo, de ese que guardaban las madres de antes después de navidad o alguna fiesta familiar. Ya tenemos cañas cortadas en tiras de diferentes longitudes y papeles. Como nuestro presupuesto de niños era muy limitado preparábamos engrudo, un pegante basado en harina de trigo y muy eficaz; los niños pudientes usaban goma (ya no se consigue), a eso se agregaba una cola de retazos que proporcionaba la mamá o la abuela (en algunos casos extremos las corbatas del papá y muenda segura) y un rollo de pita del tamaño ideal según el tamaño de la cometa.
A medida que aprendí a construirlas y mis amigos también, empezó una competencia a ver cual hacía la más bonita, la más rara, la más grande y a volarlas, porque cometa que no se elevara quedaba descalificada. Por espacio no teníamos problemas, ya lo dije, siempre viví en pueblos y los potreros abundaban, lo mismo que los niños, de manera que nunca faltaban competidores ni espectadores.
Claro que no podían faltar los inconvenientes y los problemas. A veces el viento paraba de soplar y las cometas caían en picada, pero algunos muy hábiles y con ayudantes, recogían a toda prisa la pita; otras veces una cometa se enredaba con otra y ambas al piso donde los dueños se culpaban mutuamente y casi siempre el lio terminaba a trompadas (era una época de pelea limpia, donde darse en la jeta no pasaba a mayores y, al otro día tan amigos como siempre).
Algunos adultos se aficionaron a esta diversión y nos dañaron el placer. Los viejos tenían muchas mañas y ya no dejaban que eleváramos nuestros artefactos según sabíamos sino con muchas indicaciones; después de muchos días amargos y tristes decidimos irnos lejos con nuestras cometas y allí volvió la alegría. Lo malos es que era lejos y al llegar a casa siempre nos esperaba un regaño.
Ahora, muchos años después, veo en las avenidas de las ciudades gran cantidad de cometas para la venta; muy poca imaginación, los mismos esquemas y colores y niños elevándolas en espacios reducidos, pero felices. Esta alegría es contagiosa y pasaran los estilos, las formas, los tamaños, pero no la moda de elevar cometa. Están hechas para gente feliz con alma de niño.
Edgar Tarazona Angel