Hoy escribo en honor a las estrellas:
inquietas lucecitas eternas y bellas,
sinónimo de sueños, de ambiciosas metas,
de cosas hermosas y amor celestial.
¿Qué sería de la vida si no existieran ellas?
sin esos diamantes de divino fulgor
que salpican el cielo de gotitas luminosas
y tejen ilusiones en interminable labor.
Traviesas grageas de perenne brillo,
que en laboriosa obra llena de minuciosidad
bordan constelaciones y delinean con destellos
el fabuloso tapete celestial.
Emiten mensajes de significado oculto
que solo los astrólogos logran descifrar,
al tiempo que protagonizan los libros de cuentos
al lado de hadas, princesas y uno que otro zar.
Su delicada figura pretenden copiar
joyeros expertos que en oro y plata la intentan forjar
costureros consumados que en telas la bordan,
dibujantes expertos que la reinventan con estilizadas y artísticas formas.
Manos pequeñas llenas de ingenuidad que con inseguras líneas
trazan contornos con trémula precisión.
La colorean con furiosas líneas encontradas,
vagando en cualquier dirección,
llenas de diamantina, soberbias, brillantes,
para decorar su habitación.
Estrella. Solo ella puede ser el nombre perfecto de una mujer.
Dominando el cielo tanto como el mar.
Quimera de ilusiones, musa de artistas creadores, parpadeante centella, esperanza nuestra, mapa del vagabundo y faro de nuestro mundo.
¿Y qué decir de la estrella de Belén?
Guía indiscutible de la pareja divina que con su presencia e infinita luz,
pudo dar vida, en esa noche llena de quietud, a la esperanza de la salvación.
La historia de la humanidad no sería la misma sin su intervención.
Por eso, en la vida de toda persona, más allá de la rutina diaria,
está ese deseo latente punzando insistente
de hacer que nuestra vida deslumbre con magia
y posea un resplandor semejante al de esa luz parpadeante.
Pues hasta los niños sueñan que al crecer,
logren en su existencia llegar a ser
grandes como papá, aventureros como piratas en el mar
y brillantes, tan brillante como debe ser, una estrella terrenal.
Elena Ortiz Muñiz