Hace tiempos que no estaba de visita en la casa de la familia Rivas. Pedí un vaso con agua mientras me sentaba, mirando alrededor de la sala entendiendo que todo estaba igual. Por la ventana se podía ver a su niña Ana, jugando con su muñeca tuerta de piel carcomida y hundida, mueca y de pelo rostizado. No he entendido hasta ahora por qué no ha querido otra muñeca, si la que tiene claramente es horrorosa. Siempre juega y habla sola, pero lo hace como si tuviera con alguien más, y de hecho se divierte. "Dejamos de llevarla al Psicólogo " - me dijo su padre -, "Dice que tiene una amiguita que vive en la casita del árbol". " Supongo que son cosas de niños" - le respondo.
Voy a donde Ana y le saludo, ella es amable. Luego, medio sonriente, me pregunta si quisiera jugar con ellas tres:
-Solamente estás tú y tu muñeca - le respondo.
-No, estoy jugando con mi muñeca y la niña que está debajo del árbol – lo dice con cierta convicción.
-Muy bien Ana, juguemos entonces.
Mientras íbamos al árbol donde estaba su casita de juegos, Ana parecía hablar con alguien mirando fijamente hacia adelante, casi como susurrando y haciendo gestos. No me atreví a preguntarle nada. Justamente debajo de ese árbol se arraigaban a su alrededor un montón de flores amarillas, eran muy pequeñas y de color intenso. Ana María hablaba, pero no conmigo, se reía, y en medio de la conversa con su propia imaginación decía que su muñeca era muy bonita y que yo no era tan divertido.
-Anita, ¿Con quién hablas? – le pregunto.
-Con mi amiguita, con ella – me dice señalándome aquellas flores amarillas.
-…
Y, ¿Cómo se llama tu amiguita?
-Ana, así como yo.
-Pregúntale a tu amiguita que en dónde vive
-Vive allá arriba, en la casita del árbol.
-¿Y dónde está tu amiguita?, que no la veo.
-Está allí, allí, sentada contigo – me lo decía firmemente mirando las flores amarillas, que a ratos se cerraban sus pétalos y se volvían a abrir.
No sabía se hacerle caso o no. De pronto me estaba dejando llevar por la imaginación de Ana María, que sólo tenía una amiguita imaginaria con quien hablaba y jugaba, según ella. Pero Ana María ya había pasado por algunos problemas, mentales y de comportamiento, a tal punto de ir a un Psicólogo y haber tenido una especie de tratamiento. No sabía qué pensar.
Dejé a la niña y me devolví a la casa, y cuando entré todo estaba lleno de hojarasca y demasiado polvo. Hacía un bonito atardecer y el sol alumbraba intensamente en interior de la casa. No había nadie. Recorrí toda la casa y pregunté, y no obtuve respuesta, y todo estaba extrañamente envejecido: la sala donde había estado antes, las fotos, las paredes, los estantes, todo, menos el vaso con agua que había pedido, estaba intacto. Las sombras de las cosas en la casa eran largas y muy intensas, y cuando llegué a la ventana de la sala vi que Ana María estaba de pie junto al árbol sin su muñeca, y me miraba sonriente, con la hojarasca tapándole sus piecesitos, me parecía fantástica en medio del atardecer de las cuatro de la tarde.
Me dice que vaya hacia ella, que quiere mostrarme algo.
-William, ¿Me ayudas a cavar aquí? – me señala hacia las florecitas.
-Ana, ¿Qué pasó? ¿Dónde están tus papás?, no hay nadie en la casa, todo está raro. Ana, ¿Dónde están tus papás?
-…No sé.
-¿No los viste salir de la casa? ¿No estuvieron contigo? ¿Por qué te dejarían sola?
-No sé. – vuelve y me dice, medio confundida y susurrando.
A Ana María la luz del atardecer le hacía poseer un extraño brillo, se veía reluciente, hermosa, como si no fuera de este mundo. Me dijo – señalando hacia el suelo – que sus papás la habían dejado allí, cuando ella todavía respiraba. Me asusté un poco. Ella empezó a cavar la tierra y yo le ayudaba, luego se hizo a un lado. Cavaba yo la tierra cuando de pronto mi mano sintió algo sólido. Seguí cavando más hasta que terminé, el hallazgo no pudo ser más perturbador y escalofriante. Era el cuerpo de Ana María abrazando a su muñeca, y de toda ella nacían aquellas flores amarillas muy pequeñas. Estaba aterrorizado, no sabía qué hacer, Ana estaba muerta.
Me sentí desubicado. El atardecer tenía un color rojizo intenso y hacía mucho sol. Todo el cuerpo de la niña luego se volvió casi que millones de flores amarillas que le surgían desde adentro, hasta que no quedó nada de su humanidad. De pronto, Ana María o su espectro, o lo que sea que fuera, muy serenamente sale de cualquier lado y se detiene en frente. Yo le pregunto que qué está pasando, qué es todo esto.
-Bienvenido al mundo de los muertos – me dice.