La sirena de la fábrica interrumpió la producción con un pitido corto y seco. Raimundo se acercó a Efraín desde su sección de montaje automatizada. Ambos compartían banco hacía ya unos meses debido a una remodelación de secciones autorizada por el nuevo directivo. En cualquier empresa, cada inicio de jefatura conllevaba un cambio. La idea, prejuiciosa y sin fundamento, de que toda reforma mejoraba la producción, empujaba a los administradores recién llegados a alterar el organigrama, a desmontar y recombinar la organización del trabajo con la curiosidad de un niño ocupado en desarticular los componentes mecánicos de un juguete.
Debido a ese afán por las reformas, Raimundo fue transplantado de la sección de postproducción al inicio de la cadena; es decir, a la producción en sí misma. El operario aún no había conseguido un acomodo satisfactorio en la nueva sección. Se sentía una mera ficha, una simple figura de plástico depositada en la casilla de un juego productivista cuyas reglas desconocía. Aquel pensamiento no le abandonaba, le producía cierto desasosiego, un malestar en aumento que amenazaba con devorarle. Aunque quizá no fuera ese el origen de su creciente animadversión hacia el trabajo.
Haciendo un esfuerzo por sacudirse de la cabeza la negatividad de unos pensamientos no requeridos, se dirigió a su compañero:
—¿Qué tal, Efraín? ¿Cómo va eso?
Efraín era un tipo serio, parco en palabras y reflejos verbales. Fiel a aquellas dos modalidades de su carácter, el operario se tomó su tiempo en contestar. Saboreó la taza de café que humeaba entre sus dedos con la pericia de un devoto de la escapada, de la evasión de todo pensamiento que comportara una acción. Al fin despegó la taza de sus labios:
—Bien ¿Y tú, Rai?, ¿te has adaptado a la nueva sección?
Raimundo se sentó junto a su compañero. Desenvolvió un bocadillo sin convicción, sin que el apetito de otras ocasiones guiara sus dedos. Arrojó el envoltorio a una papelera y una mirada hastiada a la vastedad de la planta automatizada, donde cabinas de soldadura, cintas transportadoras y tubos de impresión cubrían la superficie del complejo.
—La verdad, no mucho. Quizá sea debido a que ahora soy responsable de todo el proceso de fabricación.
Rai efectuó un mordisco distraído a la hogaza de pan que sostenía entre sus manos.
—¿Nunca te has preguntado sobre la “conveniencia” de nuestro trabajo? –preguntó, el bocadillo alejado de su boca.
Efraín obsequió su paladar con otro sorbo de café. Envarado, depositó la taza sobre una mesa como si con aquel gesto quisiera desprenderse de algo más que de un simple objeto.
—Quien empieza por cuestionarse su trabajo acaba por cuestionárselo todo. Familia, sociedad, orden.
Tras la grandilocuencia de las palabras, se levantó dispuesto a no proseguir con una conversación que le resultaba enojosa.
—Tengo que irme. He de ajustar el sistema operacional al nuevo modelo de resorte.
Rai masticó su bocadillo en silencio, con lentitud y dificultad. Era como si con cada deglución tuviera que tragarse el baldío, la sin razón de una vida entera.
Un nuevo pitido de la sirena anunció el fin del descanso concedido al desayuno. El operario se alzó de su asiento para volver al trabajo. De camino a su sección, captó algunas de las conversaciones a propósito del nuevo modelo:
—El resorte del XY responde sólo a una presión de entre veinte y veinticinco kilos.
—Sí, tiene un sistema de pulsación con un margen de error de unos pocos miligramos. Una maravilla de la tecnología.
Una imagen volvió a la mente de Rai, la misma que se repetía en los últimos días. A la imagen le sobrevino una náusea, una sensación de aire y líquido emponzoñado en las mismas interioridades de pulmones y estómago. La ascensión de la hiel en su garganta, el indigerible bolo alimenticio negándose a proceder según los canales ordinarios, provocó en él una primera arcada seguida de otras dos. Impulsado por la contracción, el vómito surgió urgente y perentorio desluciendo las impolutas instalaciones de la fábrica con su repulsivo aspecto; cual excremento de pato depositado sobre una pulcra moqueta.
El césped recién cortado difundía su fragancia por el vecindario. Rai, con los pies descalzos, chapoteaba en la pradería instalada en la parte trasera de su vivienda. Un sol de julio lucía una agresiva corona en un cielo estático, por lo que el propietario del jardín había decidido regar la hierba tras una siega de urgencia. Con un dedo colocado al extremo de una manguera, improviso un “efecto aspersor” barriendo la alfombra verde con ráfagas de agua de diferente intensidad, con el método de ajustar la presión del agua a las pulsaciones de su dedo anular.
Describiendo medio círculo con la manguera, se desplazó a un extremo del jardín. Una vez allí, sacudió un golpe seco al conducto plástico con el propósito de romper su curvatura y formar así una línea recta con él. Ensayó unos pasos de baile y avanzó hacia el fondo de la parcela. La goma le siguió dócil, cual hilo liberado de una madeja. El contacto de la hierba mojada bajo sus pies le producía un cosquilleo excitante, agradable. Improvisó otro juego de pies y de un salto giró sobre sus talones, en aquella posición detuvo en seco el baile. Su mujer le observaba desde el porche de la casa.
—¿Qué haces, Rai?, ¿por qué no estás en el trabajo?
Cruzó el jardín en dirección al porche, sus pies nadaron en la hierba inundada.
—Me han dado una excedencia temporal. No me encontraba bien.
—Pues tienes muy buen aspecto –observó ella, con aire malicioso.
Soltó la manguera y fue a cerrar el grifo con una calculada cadencia de movimientos. Finalizada la operación, volvió al encuentro de la mirada reprobadora de su mujer, para anunciarle:
—Mary, he decidido terminar con la Fábrica. Presenté mi renuncia en el despacho de Tom.
La mujer clavó sus ojos en él, con una mezcla de acusación y perplejidad estalló en una retahíla de palabras altisonantes:
—¡¿Acaso te has vuelto loco?! ¡¿Y qué hay de la hipoteca y del colegio privado de los niños?! –chilló.
—Dios proveerá.
Mary soltó una carcajada histriónica. Una risotada entrecortada por un hipo corto, a medias concebido.
—¡¿Dios proveerá?! ¡¿Eso es todo lo que se te ocurre?!
La mujer desvió la mirada de los ojos a los pies descalzos de Rai. Por aquel detalle, intuyó que su marido atravesaba algún tipo de crisis existencial; pues Rai, de habitual estirado y nada licencioso, no era de los hombres que hacían exhibición de una danza descalza en el jardín de un patio trasero. Apaciguó su estado de irritación y le preguntó en un tono de involuntaria solemnidad:
—¿Qué es lo que ocurre en el trabajo, Rai?
—Nada. No creo que sea el tipo de actividad laboral más adecuada para mí.
—¿Acaso crees que era el tipo de actividad laboral más adecuado para mi padre y mis hermanos?, ¿acaso crees que lo es para la mayoría de los hombres y mujeres de esta comarca? Reflexiona, si no eres capaz de pensar en nosotros, piensa en los niños.
Friccionó la planta de su pie derecho contra la hierba húmeda, a la búsqueda de aquel cosquilleo agradable, en pos de un mínimo asidero que le permitiera alejarse de allí.
—Ya pienso en los niños. Quiero que se sientan orgullosos de su padre.
Mary dio unos pasos hacia su marido. Hubiera querido abrazarlo, pero una indefinible frontera, entretejida con larvados recelos y restos de un agrio confeti emocional, los separaba.
—¡Oh Rai!, los niños te quieren, ya están orgullosos de ti.
Observaba con poco interés los últimos modelos de la fábrica. Sentado frente a Tom, obtenía una visión detallada de las cuatro láminas en formato póster colgadas en la pared, tras la espalda del oficinista. En ellas se representaban cuatro círculos de bordes perfectos, cuatro artilugios de precisión relojera.
—Rai, tómate unos días de vacaciones y piénsatelo mejor. A la empresa no le gusta que nadie renuncie. Somos una gran familia.
No contestó. Continuó con la mirada abstraída en las proclamas publicitarias impresas a gran escala.
—Entiendo cómo te sientes. Todos hemos pasado por esto. Somos humanos –insistió Tom.
El operario suspiró con un aliento amasado en lo más hondo del fuelle de sus pulmones.
—No creo que comprendas como me siento. Tú estás aquí, rodeado de cifras inocuas, de albaranes de entrega y de pedidos pormenorizados por unidades, pesos o potencias. Por lo que a ti respecta, podrías estar en una fábrica de caramelos y nada cambiaría. No estás en contacto con la realidad de la producción.
Tom enderezó la espalda oprimiendo todo el peso de su cuerpo contra el respaldo del asiento. Las palabras de su interlocutor habían activado en su subconsciente una actitud defensiva.
—Bien, admitamos que nuestro trabajo afecta la “salud” de las personas, pero incluso produciendo caramelos estaríamos favoreciendo la proliferación de caries en la población infantil.
Rai soltó una risita, un sonido bajo y liberador que fue creciendo hasta convertirse en carcajada. El operario se levantó de su silla dispuesto a abandonar la oficina sin dejar de reír.
—¿A dónde vas? –preguntó Tom.
—A trabajar. Tengo dos hijos y una hipoteca.
Cerró la puerta del despacho tras de sí. Tom pudo escuchar su risa alejándose por corredores y escaleras. El administrativo respiró aliviado, consideraba cada renuncia archivada un éxito personal. No en vano, sus antiguos estudios de psicología le habían preparado para advertir a la empresa de los posibles percances, en su imagen y producción, de un continuo goteo de trabajadores por problemas de conciencia. El ECA (efecto de culpabilidad acumulativa) eran las siglas acuñadas por él para describir aquel tipo de procesos psicológicos; procesos que, de no remediarse, podían hacer que la fábrica no funcionase con la precisión requerida, y que incluso originasen conflictos que les hicieran perder la discreción necesaria. Por ello era menester que todos, directivos, trabajadores, oficinistas, se agruparan como en una gran familia. Todos estaban implicados, nadie debía huir.
Raimundo ocupó su puesto en la sección de montaje automatizada, se dirigió a uno de los tubos de impresión donde un sistema hidráulico, con una presión de suavidad milimetrada, procedía al sellado de la cobertura. El acabado final. Una vez terminada la operación, los mecanismos eran depositados por el mismo tubo en cajas sin pista alguna en su exterior, acerca del producto que albergaban. Tan sólo unas pequeñas cifras las diferenciaban unas de otras. En su interior, cada unidad permanecía a salvo de cualquier golpe por innumerables cámaras repletas de una substancia esponjosa. Rai alcanzó una unidad, un círculo de bordes perfectos, antes de que el tubo de impresión lo depositara en una caja con la delicadeza con que una madre tortuga deposita su puesta en la arena. Sosteniendo el artilugio con ambas manos, el operario contempló aquella cosa con detenimiento. Tenía ante sí el nuevo modelo XY, un complejo mecanismo dotado de un resorte especializado cuya activación sólo se conseguía con la presión de un “cuerpo menor”. Ese era el eufemismo utilizado por la empresa en el folleto promocional. La imagen que le hiciera vomitar aquel día volvió a su mente. Un zapato viejo encolado a una barra de hierro substituía la pierna de un niño, el “cuerpo menor” al cual se refería el folleto, en la conciencia del operario. El niño mutilado arrastró su carencia por el interior de la cabeza de Raimundo, aún unos instantes después de que éste consiguiera calmarse. La visión de un infante cercenado y maltrecho desmoraliza al enemigo, máxime cuando el crío es hijo o sobrino de algún combatiente, y si alguien accede a la demanda otro alguien reaccionará con la oferta. Esas eran las leyes del mercado y esas eran las leyes, y no otras, las que regían el mundo ¿Qué podía hacer él, como individuo aislado, para detener aquello? Depositó con cuidado el nuevo modelo de mina anti-niño en una de las cajas que la cinta transportadora se ocupó de alejar de su vista, en dirección a algún que otro conflicto bélico perdido en el mapamundi de un noticiario matutino.
Con la sirena del desayuno acompasada a sus movimientos, se dirigió a su habitual rincón del banco. Efraín se encontraba ya allí.
—Te he visto con el nuevo modelo en las manos –dijo, a modo de saludo. Y bien, ¿qué te ha parecido?
—Una maravilla de la tecnología –respondió Rai.
—El nuevo resorte responde a una presión de entre veinte y veinticinco kilos –agregó Efraín.
—Sí, tiene un sistema de pulsación con un margen de error de unos pocos miligramos.
Desenvolvió su bocadillo sin premura, se lo llevó a la boca y lo masticó con detenimiento, con la mirada perdida en las instalaciones de la fábrica. Estaba relleno de jamón dulce untado de mantequilla que asomaba en ribetes por entre la barra de pan. La mantequilla se pegó a las comisuras de sus labios, las limpió con un rápido paso de la lengua, como si aquel músculo fuera un engranaje automatizado más. Sin darse cuenta devoró el bocadillo. Estaba bueno, pensó. Inspiró aire con fuerza, satisfecho de haber encontrado unos instantes de paz interior. Después de todo, la vida se componía de pequeños momentos de placer.