—Mary, he decidido terminar con la Fábrica. Presenté mi renuncia en el despacho de Tom.
La mujer clavó sus ojos en él, con una mezcla de acusación y perplejidad estalló en una retahíla de palabras altisonantes:
—¡¿Acaso te has vuelto loco?! ¡¿Y qué hay de la hipoteca y del colegio privado de los niños?! –chilló.
—Dios proveerá.
Mary soltó una carcajada histriónica. Una risotada entrecortada por un hipo corto, a medias concebido.
—¡¿Dios proveerá?! ¡¿Eso es todo lo que se te ocurre?!
La mujer desvió la mirada de los ojos a los pies descalzos de Rai. Por aquel detalle, intuyó que su marido atravesaba algún tipo de crisis existencial; pues Rai, de habitual estirado y nada licencioso, no era de los hombres que hacían exhibición de una danza descalza en el jardín de un patio trasero. Apaciguó su estado de irritación y le preguntó en un tono de involuntaria solemnidad:
—¿Qué es lo que ocurre en el trabajo, Rai?
—Nada. No creo que sea el tipo de actividad laboral más adecuada para mí.
—¿Acaso crees que era el tipo de actividad laboral más adecuado para mi padre y mis hermanos?, ¿acaso crees que lo es para la mayoría de los hombres y mujeres de esta comarca? Reflexiona, si no eres capaz de pensar en nosotros, piensa en los niños.
Friccionó la planta de su pie derecho contra la hierba húmeda, a la búsqueda de aquel cosquilleo agradable, en pos de un mínimo asidero que le permitiera alejarse de allí.
—Ya pienso en los niños. Quiero que se sientan orgullosos de su padre.
Mary dio unos pasos hacia su marido. Hubiera querido abrazarlo, pero una indefinible frontera, entretejida con larvados recelos y restos de un agrio confeti emocional, los separaba.
—¡Oh Rai!, los niños te quieren, ya están orgullosos de ti.
Observaba con poco interés los últimos modelos de la fábrica. Sentado frente a Tom, obtenía una visión detallada de las cuatro láminas en formato póster colgadas en la pared, tras la espalda del oficinista. En ellas se representaban cuatro círculos de bordes perfectos, cuatro artilugios de precisión relojera.
—Rai, tómate unos días de vacaciones y piénsatelo mejor. A la empresa no le gusta que nadie renuncie. Somos una gran familia.
No contestó. Continuó con la mirada abstraída en las proclamas publicitarias impresas a gran escala.
—Entiendo cómo te sientes. Todos hemos pasado por esto. Somos humanos –insistió Tom.
El operario suspiró con un aliento amasado en lo más hondo del fuelle de sus pulmones.
—No creo que comprendas como me siento. Tú estás aquí, rodeado de cifras inocuas, de albaranes de entrega y de pedidos pormenorizados por unidades, pesos o potencias. Por lo que a ti respecta, podrías estar en una fábrica de caramelos y nada cambiaría. No estás en contacto con la realidad de la producción.
Tom enderezó la espalda oprimiendo todo el peso de su cuerpo contra el respaldo del asiento. Las palabras de su interlocutor habían activado en su subconsciente una actitud defensiva.
—Bien, admitamos que nuestro trabajo afecta la “salud” de las personas, pero incluso produciendo caramelos estaríamos favoreciendo la proliferación de caries en la población infantil.
Rai soltó una risita, un sonido bajo y liberador que fue creciendo hasta convertirse en carcajada. El operario se levantó de su silla dispuesto a abandonar la oficina sin dejar de reír.
—¿A dónde vas? –preguntó Tom.
—A trabajar. Tengo dos hijos y una hipoteca.
Cerró la puerta del despacho tras de sí. Tom pudo escuchar su risa alejándose por corredores y escaleras. El administrativo respiró aliviado, consideraba cada renuncia archivada un éxito personal. No en vano, sus antiguos estudios de psicología le habían preparado para advertir a la empresa de los posibles percances, en su imagen y producción, de un continuo goteo de trabajadores por problemas de conciencia. El ECA (efecto de culpabilidad acumulativa) eran las siglas acuñadas por él para describir aquel tipo de procesos psicológicos; procesos que, de no remediarse, podían hacer que la fábrica no funcionase con la precisión requerida, y que incluso originasen conflictos que les hicieran perder la discreción necesaria. Por ello era menester que todos, directivos, trabajadores, oficinistas, se agruparan como en una gran familia. Todos estaban implicados, nadie debía huir.