—¡Hola, Etelvina! Evaristo; te llamo desde el Policlínico. Listo. Mañana me toca. Tenés que prepararme, no sé, una mochilita.
—¿En serio, Evaristo? —dijo Etelvina, mi señora, al teléfono—. ¿Y qué consultorio te tocó?
—El 52. No sé de qué es.
Todo comenzó con el malestar que me creaban mis achaques agregado a la frustrante secuencia de consultas a diversos especialistas, de crípticos análisis, en distantes consultorios y laboratorios. Me mudé enfrente de la entrada principal del Policlínico. Todas las especialidades, todos los estudios, en una manzana. Comencé con un clínico, cualquiera. Lunes 10:30 hs., consultorio 16 planta baja. Hasta el consultorio 20, estaban agrupados: clínica, pediatría, ginecología, otorrinolaringología, rubros usuales.
Fui a la primera consulta del 16 sin ningún informe de mi abultado legajo de paciente. Preferí comenzar todo desde el principio. El clínico ordenó análisis de sangre y orina, radiografías, ecografías. En una semana, lleno de optimismo, volví al 16 con los resultados.
—Quiero que vea a estos especialistas —dijo, mientras redactaba unas órdenes Todo está bien, con valores dentro de los promedios, pero cerca del límite. Vuelva cuando tenga todo.
Las nuevas especialidades atendían en consultorios del primer piso. Una pequeña salita, con el cartel “consultorios 21 a 53” se abría a tres corredores, pulcramente señalados “21 a 32”, “33 a 41” y “42 a 53”. Cada corredor daba a consultorios o nuevos corredores, con sillones a lo largo de los mismos.
Sucesivamente accedí a los consultorios 24, 27 y 36. Estas consultas derivaron en visitas a los consultorios 28 y 39. Como dijo un paciente “vamos trepando las patas de una araña”. No cayó bien, el chiste.
En la salita, los que íbamos a 33 a 41, pocos, llevábamos gastados pasos, asientos e ilusiones. El mal era huidizo, las energías se agotaban.
Las esperas eran largas, las consultas frecuentes, los pacientes los mismos, con pocos cambios. Cada tanto un hombre, de mediana edad, recorría el corredor buscando el consultorio 37. Lo remitíamos a los carteles. Su educación le impedía mostrar un nerviosismo cada vez más evidente.
La novedad eran los pacientes del 42 a 53, cinco o seis. No nos saludaban, no nos miraban. No se los veía pasar por la salita. Eran las últimas especialidades, los últimos sabios capaces de lidiar con la enfermedad subrepticia.
Un día –soleado, fresco, recuerdo- el neurólogo me remitió al 46.
—En ese corredor están los especialistas finales. Confíe en ellos, de todos modos no le queda otra que confiar.
—¿Y los otros tratamientos? —pregunté.
—El 46 concentra todo, a partir de ahora. Le repito: confíe.
El lunes siguiente a las 10:00 horas, recorrí primer piso, salita, corredor 42 a 53. Ocho puertas, numeradas del 42 al 49. Al final del corredor un mostrador como de hotel, con un cartel “51 52 53”, precedía la entrada a una puerta lateral.
Este corredor era distinto. El ambiente, digo. Ese día éramos cinco, conmigo. Me ubiqué en el asiento más cercano al 46.
Un hombre mayor se sentó a mi lado. —Urbano, 26 meses, mucho gusto —comenzó— Fui al 47 El doctor revisó mi historia –todo está en la computadora-, luego de cerca de media hora redactó una orden mientras me decía Vaya al especialista del 43. Esa mañana fui al 43, me atendió el mismo doctor del 47, cuarenta minutos mirando la pantalla, me mandó al 47. Hace meses que estoy así. Yo me veo peor, cada día me cuesta más venir. Por eso no me voy.
—¿Ve a ese que está sentado entre el 42 y el 44? —continuó hoy Urbano—. Es Nicanor, más antiguo que yo. Se sienta ahí mirando la puerta del 49. Cuando ésta se abre –apenas asoma un brazo, parte de una cara, un ojo que lo mira- Nicanor se agazapa, como previniendo un castigo. Si la puerta se cierra, recomienza la espera. O si no, un dedo de la mano hace un gesto imperceptible, Nicanor se acerca, hay un cuchicheo, y Nicanor vuelve a su sitio a esperar. No se sabe qué dicen.
—¡Nada nos decimos!¡Nada! —exclama Nicanor, inclinado en su silla, casi a punto de caer. —Nunca entiendo lo que habla. No sé si me dice algo, o farfulla. Al final me ordena, ahora claramente, Espere a que lo llame. Llevo tres años, siempre igual. No lo soporto. Algún día habrá un desastre —Asustado por sus palabras, volvió a acurrucarse en su asiento, vigilando el 49.
Hoy doña Rosario pasa al consultorio 51. Primer caso que veo. Está esperando a su hija; cuando ésta llega se aíslan para conversar. Quiero acercarme y desearle suerte, pero los otros me disuaden.
Madre e hija se dirigen el mostrador. Quieren pasar las dos pero la Recepcionista las detiene con su sonrisa.
—Tiene que entrar sola —sentencia.