—¿Puedo esperarla en el corredor? —pregunta la hija.
—Si tiene paciencia... —es la respuesta.
Madre e hija se abrazan. Doña Rosario desaparece detrás de la puerta 51 52 53.
Días después la hija se levanta del asiento en el que se había refugiado luego de la despedida de su madre, saluda a la Recepcionista y se va. No la volvimos a ver.
Ya llevo dos años en este corredor. Siempre en el mismo consultorio, el 46, siempre el mismo médico. Me cuenta los latidos, me toma la presión, me dice Vuelva mañana. La vez que le pregunté, airadamente, qué tratamiento era este, sin estudios ni remedios, me respondió: —Si no puedes vencer a tu enemigo, hazte su aliado. Vuelva mañana.
Mañana... Este corredor es distinto. El ambiente, digo. No hay turnos, es como si estuviéramos siempre. ¿Había noche, día? ¿Cuándo es mañana? No recuerdo cuándo volví a casa. Volví, seguro, pero no recuerdo cuando, ni cómo lo hice, cuándo regresé al corredor.
Hoy apareció un nuevo paciente. Una mujer, cerca de cuarenta. Ingresó repentinamente, buscó el lugar más solitario, y se recostó contra la pared. Miraba a derecha e izquierda. Parecía una actriz de cine mudo, gestos exagerados, al borde del grito. Repentinamente, corriendo, desapareció. Esto se repitió varias veces.
—¿Se acuerda del hombre que buscaba el consultorio 37? —me pregunta hoy Urbano —. Hoy se tiró del balcón que da al patio, un piso, con tanta mala suerte que se partió el cráneo. Nunca encontró el 37. Pero antes existía, se ve que cuando lo anularon ya se habían emitido unas órdenes de consulta. Lo cerraron –al 37, dicen- porque era una especialidad que ponía tan a la vista males que era preferible no curar, dejarlo morir limpio por fuera. ¿Vieron que falta aquí el consultorio 50? Era el 37 promovido a especialidad final, pero al desatarse una epidemia de suicidios cerraron todo.
Hoy vino la actriz de cine mudo. Se pegó a la pared, espantada. Se apartaba para un lado y para otro. Repentinamente se abrió la puerta del consultorio 44, asoma un médico, mira a la actriz. La cara de ésta se congestiona hasta el paroxismo. Por fin, el grito tan largamente contenido explota, electriza el corredor. Y cae, floja, seguramente ya muerta.
—¡Todos en sus asientos! —ordena perentoriamente la Recepcionista, que por primera vez, desde que la conozco, abandona el mostrador. Un tropel de auxiliares levanta el cuerpo de la muerta.
—¡Al 53! —ordena la Recepcionista. El cortejo desaparece detrás de la puerta 51 52 53. La Recepcionista endereza la alfombra y vuelve al mostrador. El médico del 44 cierra la puerta. Silencio.
La Recepcionista me obsesiona. Aumenta mi paranoia. Luego de éste último suceso paso el tiempo vigilando su sonrisa esmaltada.
Ya debe ser mañana, llega mi mujer, con la mochilita. Está vestida de negro, pálida como la luna.
Charlamos un rato, estirando inútilmente el tiempo. —Mejor nos despedimos ahora, Etelvina —le digo finalmente. El momento me pesa como una loza, lucho entre irme corriendo por el corredor, y escapar del Policlínico, o enterrarme en mi asiento cerca del 46, o desembarazarme de mi mujer y saltar al 51 52 53. —No prolonguemos el momento.
La veo irse, sin mirar atrás, desaparecer. Me desentiendo de las miradas pegajosas de los demás, de la sonrisa metálica de la Recepcionista.
¿Qué hice?¿Voy a morir?¿Cuándo me enterré en esta catacumba?¿Desde cuándo estoy muerto?¿Me van a devolver a la vida?¿Ahora, y para qué?
La Recepcionista refulge.
Miro a todos. No me miran. Me levanto, camino al 51 52 53.
Nicanor, el del 49, se levanta de su asiento, dirigiéndose a su consultorio. Repentinamente se agarra de mi brazo y me obliga a correr con él a la puerta 51 52 53. Urbano –por alguna razón, atento a lo que pasa- se tira encima nuestro, derribándonos, se abraza a las piernas de Nicanor.
—¡Sálvese! —me grita. Nicanor se me aferra como un poseído, gime, grita, llora.
Desde el piso pateo la cabeza de Nicanor, hasta que me suelta. Lucho desesperadamente, por mi vida, supongo. Me pongo de pié, alcanzo la puerta 51 52 53 y la abro. Antes de cerrar, me despide la sonrisa de Gioconda de la Recepcionista.
© Carlos Adalberto Fernández