11 de junio de 2007
De mi paso a un lugar a otro del mundo, la inquietud me ha llevado hasta Méjico, al D.F. Una de las ciudades más pobladas del mundo.
Mi profesión es arriesgada, consiste en trabajos subacuáticos a alta presión o, lo que es lo mismo, a grandes profundidades. Cuando la necesidad lo requiere, me llaman compañías petroleras para realizar alguna que otra chapuza relacionada con los cimientos de sus plataformas de extracción; en otras ocasiones, he colaborado con organismos gubernamentales en la delimitación de más de un pecio y, además, mis aptitudes han sido requeridas por la marina de varios ejércitos, en el afán por recuperar armas o equipo extraviado en la oscuridad del océano. Debido a su peligrosidad, mis esfuerzos son recompensados con una buena paga; hecho que me permite dedicar mis cuantiosos recursos económicos a aplacar una inextinguible sed por los viajes. Un buen día, decidí equilibrar ambos aspectos de mi vida, el profesional y el lúdico, con la estrategia de ofrecer mis servicios allí donde llego, convirtiéndome en una especie de “buzo mercenario”.
En Méjico capital no esperaba encontrar trabajo, tal vez alguna prospección técnica en un pantano, pero poca cosa más; pues se trata de una ciudad continental a kilómetros de cualquier masa de agua digna de llamarse así. Envié los datos por correo electrónico al ayuntamiento: honorarios, servicios ofrecidos, teléfono… sin demasiada convicción. Al cabo de pocas horas recibí una llamada: ¿Puede empezar hoy mismo? –rogó una voz masculina-.
12 de junio de 2007
Tras concederme un día de descanso, me entrevisté con el funcionario del ayuntamiento, un oficinista del Departamento de Sanidad. En su despacho, con un mapa cartografiado de calles y líneas superpuestas a sus espaldas, el personaje, un hombre obeso y cincuentón, me habló del mantenimiento de unas infraestructuras necesitadas de constante tutelaje. El D.F posee el alcantarillado más intrincado del mundo –dijo, los ojos entornados hacia arriba, como si el gesto pudiera reforzar la afirmación-. Para acabar de colocar la guinda sobre nuestros problemas, la ciudad fue construida, ya en tiempos precolombinos, sobre terreno pantanoso. La continua filtración de las aguas freáticas al sistema de alcantarillado ha convertido las cloacas, no en un río sinuoso de avance continuado, como sería de desear, sino, más bien, en una sopa colmatada que a duras penas discurre por debajo de nuestros pies. Aquí, el alcantarillado podría ser definido como un sistema capilar, abarrotado de sangre en todo el diámetro de sus arterias y aquejado de colesterol. Más que un río, las cloacas del D.F son un sistema poroso que absorbe poco a poco los detritus de la ciudad, hasta conseguir expulsarlos fuera de ella de forma ardua y perezosa. Como puede imaginar, nuestro sistema se obstruye constantemente. El caudal subterráneo, liberado fuera de los conductos, levanta con facilidad el precinto de la tapa más pesada para discurrir impúdico por encima de las calles. Observé al funcionario con incredulidad. Del mar a la cloaca, aquel me pareció un cambalache difícil de soportar ¿Y qué quiere que yo le haga? –pregunté-. Bueno, usted es buzo, puede introducirse por los conductos, abrir compuertas, tirar tabiques, facilitar la interconexión de la red y deshacer “coágulos” con las herramientas adecuadas. La brigada del Departamento de Sanidad tiene de todo.
“Usted es buzo”, la afirmación del funcionario casi me abofetea. Creo que un rancio orgullo de oficio me llevó a aceptar el trabajo.
13 de junio de 2007
En mi primer día de curro, un coche de policía nos escoltó hasta una de las muchas barriadas del D.F, calles laberínticas, tortuosas, indiferenciables unas de otras y de cuya amalgama se compone una caótica urbe de gente mestiza en los arrabales, indígena en la periferia más extrema y criolla en la neuralgia del centro. Manuel, el técnico del Departamento de Sanidad, aparcó la furgoneta del ayuntamiento en la orilla de un torrente fétido, por detrás del coche de policía. Las aguas residuales traspasaban el nivel de la acera de un extremo a otro de la calle. Buey, ahí está el foco –señaló Manuel hacia la parte alta de la calle-. Arrancada la tapa del alcantarillado y empujada por la fuerza del agua en algún lugar, la vitalidad de un torrente irrumpía en la calle con el salvajismo de los cataclismos naturales. El trabajador de la brigada municipal y yo nos aproximamos a un geiser de mierda, que se elevaba medio metro por encima del asfalto y la pátina de agua contaminada. No parece tan turbia, ¿crees que los focos de mi equipo servirán de algo? Ja, ja, ja –se burló Manuel, un viejo con la piel tan resquebrajada como el lecho seco de un pantano- ¡Pinche buey! Con el movimiento y la luz del sol la porquería ha clarificado un poco; pero, ahí abajo, vas a ser tan ciego como un topo. De nada te servirán tus faros alógenos, ja, ja ,ja –rió de nuevo-. Ahí abajo –repitió una vez más- sólo podrás contar con la ayuda del tacto y de la intuición. No lo olvides, gringo. Me jode el reduccionismo de Manuel; para él, cualquier extranjero con trazas europeas es un puto gringo, norteño y colonial.
Embutido en mí traje de buzo, con la escafandra encasquetada y la manguera de oxígeno unida a un compresor a modo de cordón umbilical, me sumergí en la boca de la alcantarilla con una voluntad, por primera vez a lo largo de mi carrera, huérfana de determinación. El equipo de buzo, sus pesadas suelas, la aparatosa escafandra, la largura de la manguera proyectada hacia abajo, todo ello me ayudó a contrarrestar la fuerza de un torrente que empujaba mi cuerpo hacia arriba, hacia la calle, hacia el mundo domesticado y seguro de una urbanidad acogedora. Solté mis manos de la escalera cuando noté el suelo bajo las botas. Dirigiéndome conducto abajo, dejé a mis espaldas el fragor sobrehumano de la corriente. Mi paso se hizo más seguro, menos expuesto a los avatares imprevistos del torrente que fluía por encima de la calle. A los veinte metros de recorrido encontré el “coágulo”. Lo palpé con mis manos enguantadas. Era como una enorme croqueta compuesta por residuos de diversa procedencia: restos orgánicos en descomposición, plásticos, ropa vieja, zapatos en desuso, alguna maleta… Una especie de dique construido por castores enloquecidos capaces de habitar el submundo del D.F. Llamé a Manuel por el sistema de audio instalado en la base de la escafandra ¡Pásame la lanza! El instrumento me llegó siguiendo la manguera de aire, a través de unas anillas que sobresalían de aquel cordón umbilical que me unía a la máquina suministradora de oxígeno, permitiendo el avance de otra manguera sobre ella; pues la lanza no era más que eso, una manguera con un extremo metálico capaz de traspasar un “coágulo”. Cuando la tuve en mis manos, di una orden al trabajador de la brigada y un chorro de agua a presión surgió del extremo metálico. A ciegas, pinché con él la superficie de la obstrucción varias veces, con saña. El efecto combinado de las estocadas y la presión del agua que manaba dentro de las heridas, terminaron por deshacer la croqueta. La cosa ocurrió demasiado rápido, casi de golpe. Desbaratado el dique, la fuerza de la corriente me arrastró, levantó mis pies del suelo, situándome en suspensión dentro del conducto, en paralelo a la fluidez de la corriente. Rellenado el vacío provocado por la interrupción de las pútridas aguas, la densidad de la cloaca recuperó su estabilidad, permitiéndome colocar de nuevo los pies en el suelo. Tuve suerte, la manguera de aire aguantó el tirón y evitó que el flujo de mierda me absorbiera. Regresé a la superficie aturdido, con el temblequeo narcotizante que sigue a la superación de un grave peligro. A pocos metros de la salida, el ronroneo familiar del compresor consiguió tranquilizarme.