El viejo campanario es tal vez lo único que se ha mantenido intacto en esta ciudad que trata de borrar su pasado pueblerino. A los que regresan después de años de ausencia, como Juan, los invade cierta nostalgia. Aquella mañana, Juan subió lentamente los gastados peldaños de madera, hasta estar bajo la inmensa cúpula, albergue de golondrinas y gorriones, muy cerca del sonoro bronce de campanas. Al contemplar todo aquello desde el elevado ventanal, en su mente aparecieron los recuerdos; quedo firme, pensativo, discurriendo con el tiempo.
La calle real o principal, con sus casas de largos corredores, que engalanan sus ventanas con adornos florales, tan bonitos como las muchachas que con juvenil alegría hacen el ambiente agradable a parroquianos y visitantes. Son las fiestas dedicadas al santo patrón. El pequeño Juan, Juan Grillo como es conocido por todos, corre de un lado a otro, diligente, atento a todo cuanto pueda ser útil o acompañando la procesión del santo en su recorrido por el pueblo. Las velas de los devotos colocados en larga formación al paso de la imagen parecen titilar de estrellas desprendidas del espacio celeste. La tarea que más le agrada a Juan Grillo es la de ayudar a los músicos que amenizan los bailes en la plaza; se coloca ante ellos sirviéndoles de atril con las partituras musicales, se siente parte del grupo, todos lo miran, muy serio, quieto, como clavel de pozo.
La casa de las Dávila era de las más antiguas del lugar. En su patio, bajo la sombra de un uvero, estaban colocadas unas mesitas y bancos de madera en los cuales niños y niñas recibían conocimientos, que con vocación y cariño impartían aquellas damas dedicadas a la enseñanza. En la iglesia colocaban flores, dictaban clases de catecismo y preparaban las lámparas de aceite y agua, en la medicatura y hasta en la jefatura civil prestaban labores de escribientes. La presencia de las Dávila era algo que todos agradecían, tanto que cariñosamente eran conocidas como “las verdolagas”. En las clases de catecismo la mayor de “las verdolagas” explicaba a su grupo de alumnos: esta es la casa de todos, somos hijos de un único padre, en este sagrado lugar… Juan Grillo interrumpía: mire señorita, ¿y por qué el sacristán, cuando hay bautizos o matrimonios comenta revisando su cuaderno de notas?: “Este con luz, alfombra y música en el coro. Este otro con poca luz, sin alfombra y cero músicas”. Estas preguntas incomodaban a la espiritual señorita y casi siempre quedaban sin respuesta.
El verano se hacía largo, el cielo mostraba un azul limpio de nubes; al atardecer se tornaba de un color rojizo; eran las quemas en los montes resecos, que como antorchas o intermitencias de un faro lejano presagiaban inseguros puertos en la oscuridad de la noche. Gran Sabana se veía afectada, ya que la producción agrícola de sus campos era base de su economía y consumo. Durante aquellos calurosos meses, los vecinos de Gran Sabana se reunían por las noches a las puertas de sus viviendas en amenas tertulias, las cuales refrescaban con guarapo de papelón fermentado con conchas de piña. En la plaza las niñas danzaban a la gallinita ciega, pise o doñana; los varones jugaban al gárgaro malojo o al policía librado. Juan Grillo prefería sentarse al lado de don Giuseppi; le gustaba escucharlo contar cosas que para él era como viajar en alas de un caballito del diablo. Don Giuseppi contaba sobre una ciudad edificada en las lagunas del Adriático, de su hermosa catedral, su plaza, de sus canales, del cantar y la pericia de sus famosos gondoleros.
La llovizna anunciaba el final del verano, las hojas de los árboles se movían al paso de un apacible viento. El verde de montaña, el volar de los pájaros y el abrir de los capullos matizaban en profusión de colores la campiña sabanera. En Gran Sabana como en pueblos vecinos, el mes de mayo era de los más animados.
Cantos a lo divino en peticiones o agradecimientos, eran dedicados a la santa cruz. Los velorios se prolongaban hasta el amanecer, en especial el tercer día del mes.
Santísima cruz de mayo
quién te puso en esa mesa,
serían los dueños de casa
que están pagando promesa.
Las Dávila se encargaban de vestir la cruz, adornaban los altares con flores de papel, las cuales elaboraban en diferentes formas y colores, igualmente organizaban los velorios. Juan Grillo colocaba el maíz en concha en envases con agua; a los tres días el maíz, esponjoso, casi en retoño lo pasaba por la piedra de moler. Con aquella masa, su mamá –mamá de crianza, como Juan decía- preparaba el carato de acupe. La señora Teobaldo tenía fama de ser de las mejores preparando platos de la alquimia criolla. Pasado un poco más de la media noche, se tapaba la cruz y en voz de los cantadores se mezclaban coplas, décimas o fulías a ritmo de cuatro, maracas y tambora.
Vengan a cantar aquí
venga el que más improvisa,
porque quiero ver arder
las apagadas cenizas.
La pequeña tambora repicó con fuerza entre la algarabía y aplausos de los presentes. El cantador se lanza con otro verso:
Se hace público y notorio
señores si van a oír,
porque les vengo a pedir
silencio en el auditorio.
Entraba en calor la porfía y cuando por la puerta asomaba un nuevo invitado, el cantador lo miraba y a él dedicaba su improvisado verso: