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  Contemplé atónito el despertar de cada parte de la anatomía del inmundo animal. El abdomen, como de crisálida, inició una pulsación respiratoria acelerada en exceso. Deduje, pues nada sabía acerca de su organismo. Al fin, la respiración se ralentizó. Sus tentáculos, ramificados y numerosos y situados a ambos lados del tórax, cimbrearon como si un temporal hubiera penetrado en la cámara. La oscilación tentacular cobró la fuerza de un huracán irrumpiendo en una joven alameda de troncos flexibles. El fragor del viento amainó y “la criatura” abrió unos ojos de córneas superpuestas e iridiscentes. Su expresión facial, ¿puede llamarse faz a aquello?, ¿a una protuberancia conformada por una trompa pilosa?, ¿a una manguera de carne acoplada a una ventosa de propiedades retractiles?,y sin embargo, su expresión facial pareció torcerse en una sonrisa forzada, descomponerse en el rictus convencional que lanzaría cualquier vecino desde el lado opuesto de una acera.

Presencié todo el proceso de recuperación de movimiento y conciencia desde la perspectiva de un ofidio al abrigo de un cesto, hipnotizado por los brazos ondulantes del encantador con su flauta. Por fortuna, jamás ha vuelto a mostrarme su verdadero semblante.

Los días pasaron rápido en un planeta donde todo era hierba. A babor y a estribor, a barlovento y a sotavento, todo en derredor de mi nave no era más que hierba. Un mar verde, infinito y vacío.

Vacío al ojo humano, repleto de vida para unos ojos de córneas superpuestas. Es capaz de cazar a los animales que habitan en la llanura, proporcionar sustento para los dos y aún de guisar el producto de sus lances depredadores. Sin ella hubiera muerto de locura, desesperación o hambre. Mi benefactora reparó los impulsores de energía de la nave, lo suficiente para enviar la señal y mantenerla abierta a lo largo de estos dos años. Pero lo más portentoso es su gran capacidad para la empatía, su aptitud para conectar con la angustia y el sufrimiento ajeno. Esta gran conmiseración hacia otras formas de vida, le permite calmar las necesidades de los demás proyectándolas sobre sí misma. Sus dotes hipnóticas no tienen parangón a lo largo y ancho del cosmos conocido.

Durante mi naufragio, he disfrutado de la compañía de una niña de cinco años, la hija que nunca tuve. De las charlas interminables y de las disputadas partidas de ajedrez con mi hermano, muerto a una temprana edad y en trágicas circunstancias. De la sugerente presencia de Ana, un amor frustrado de juventud. Incluso, qué mayor gozo puede pedirse, he disfrutado de la atenta mirada, de la dedicación absoluta de Aníbal. Un alsaciano al que un mal día tuve que rematar en el asfalto, cuando la embestida de un vehículo le partió la columna.

 

Han pasado más de tres horas desde que Ernesto se fuera, más otras cuatro que han transcurrido fuera, antes de que entrara en la nave. Las siete horas se han completado, la nave de rescate llegará en cualquier momento. Sentado en el sillón, permanezco con los ojos fijos en la mesa, en la sencillez de un bodegón desprovisto de pretensiones. Examino la botella abierta de champagne, guardada con gran celo durante tres años a la espera de un acontecimiento especial que justificara su derramamiento en el interior de nuestros paladares. Las burbujas se pierden huérfanas en el aire de la sala. Lamento el hecho de que la bebida pierda sabor y aroma, debido a nuestra dejadez; y, aún así, soy incapaz de levantarme para remediarlo. Los canapés siguen sobre el mantel, sin nadie para degustarlos. Todo el cuadro me oprime con una desolación insoportable. Tomo una decisión repentina y me levanto con intención de dirigirme a los paneles que distribuyen los mandos de la nave. Pulso el comunicador conectado a las más de cuarenta frecuencias:

—Carguero “Buena Esperanza”. Situación controlada. Pueden seguir su camino.

—Entendido. Buen viaje y hasta la vista.

La misma voz átona, impersonal.

Desconecto el impulsor y el haz de ondas de radio deja de barrer el espacio, en busca de ayuda. Jamás existió nadie tan celoso de su propia soledad. Me acerco a la escotilla de salida de la nave. Ana está recostada contra el dintel. Respira el aire de la noche y contempla relajada el mar de hierba. Me siento junto a ella.

—¿Por qué lo has hecho? –me pregunta.

Rebusco en mi cabeza y en ella sólo encuentro ideas desordenadas. No sé qué decir, qué responder. Cojo su mano. La estrecho contra mi rostro confuso.

—Porque os quiero —acierto al fin a decir, y un gran alivio recorre todo mi cuerpo, y acerco su mano a mis labios y beso sus dedos, o lo que aparentan ser unos dedos femeninos de exquisito torneado, delgados y elegantes, suaves y a la vez firmes.  

 

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