El peso de Anaís empieza a hacer mella en mis omoplatos. Apresándola de las axilas, vuelvo a dejarla en el suelo con delicadeza.
—Camina un poquito. Estamos ya muy cerca.
Contrariada y rezongona, la niña pisa mis huellas con sus pasos menudos.
Vislumbro la nave a lo lejos. La hierba es incapaz de absorber sus tonos metálicos. La aleación del fuselaje impone la presencia del ingenio tecnológico en la soledad de la llanura. Varada en un mundo extraño, se asemeja a una criatura abisal vomitada de las profundidades a una playa de arenas impolutas. La fealdad de un monstruo expuesta a la placidez de un paisaje, en el cual no encaja anomalía alguna.
Distingo la silueta de una mujer a unos treinta pasos de la nave. Ana me espera con los brazos cruzados sobre sus pechos. El estado de preocupación, que ya expresara esta mañana, aún pervive en ella.
—¿Has pensado en lo que vas a hacer? –me aborda, nada más llegar junto a ella.
—No me atosigues. En mi cabeza no hay nada claro. Todo es confusión.
—Lo lamento. Yo no pretendía… influir en tu decisión. No quería…
Presiento que va a llorar. De súbito, la belleza de Ana me hiere en lo más hondo. Siento su pelo castaño caer en cascada entre mis dedos, la palidez de su piel confundiéndose en mi epidermis curtida por la insania de mil atmósferas exóticas. La posibilidad de perderla encrespa en mí un deseo incontrolable por ella, por cada parte de ese cuerpo que de tanto recorrer con manos, labios y lengua, siento mío, indisociable de cuanto soy. La estrecho contra mí y la beso. Imponiendo mi cuerpo al suyo, nos tumbamos sobre un lecho de hierba. Mis dedos se desplazan, una vez más, por la geografía de una piel grabada a fuego en las yemas que los coronan. El olor de Ana se confunde con un revoltijo de hierba apelmazada que me sabe a siega, a césped cortado en una casa solariega una mañana de domingo. Tras verterme en ella, los dos nos apretujamos uno junto a otro, como dos cachorros en busca de calor. La noche ha caído sobre nosotros al desintegrarse los últimos rescoldos del crepúsculo, con su luz difusa diluida en el aire de la llanura. En la oscuridad, el sonido de una música estridente sacude mi estado de duerme-vela. Me levanto. Hay luz en la nave, el sonido procede de su interior. Entro en ella sin dificultades, la escotilla principal permanece abierta desde el primer día de descenso en este mundo plano, sin apenas accidentes topográficos en la infinitud de un herbolario de esencias botánicas desconocidas. Cruzo lo que fue una cámara estanca, ahora transformada en vestíbulo, para llegar a la sala de control. Un espacio que, en mis días de naufragio, ha sido rentabilizado para otros usos; entre ellos un comedor. En su centro, hay una mesa cubierta con un mantel. Bebidas y canapés se amontonan sin concierto sobre su superficie. Ernesto se encuentra frente a todo este montaje festivo, sostiene una botella de champagne y su cara es de un regocijo inmenso. Realizo un gesto con la cabeza por toda salutación, el sonido de la música es demasiado intenso como para que podamos entendernos por otros medios que no sean gestuales. La música me aturde, mi rostro se deforma en una mueca de desagrado. Se trata de heavy metal. Estoy asombrado por el hecho de que, en un pasado que se me antoja remoto, este tipo de sonoridades consiguiera el portento de almibarar mi oído. Me acerco al difusor de sonido, emplazado junto a los mandos de la nave, y apago el aparato.
—¡Felicidades, Daniel! –exclama Ernesto, tendiéndome una copa de champagne—. Por nuestro próximo rescate y su consiguiente regreso a la civilización.
Sostengo el ofrecimiento con la frialdad de una mano muerta, incapaz de felicitarse por el brindis propuesto por mi hermano. Deposito la copa sobre la mesa, exhibo unos pasos cansados por la sala y me siento en un sillón; alejándome de la mesa, de la fiesta, de Ernesto. A mis espaldas, el oficiante apura su bebida. Embargado por la perplejidad, abandona la barricada de la mesa para enfrentarse a mí, en pie, frente al sillón en el que me encuentro abatido.
—¡¿Qué diablos te ocurre?! ¡Llevamos tres años esperando este acontecimiento!
—Se trata de Ana. Ella no será feliz fuera de aquí. Teme que nos separen.
—¡Mujeres! –suspira—. Las criaturas más egoístas del Universo.
—El caso es que yo también comparto este temor ¿Qué voy a hacer sin ella, Ernesto?
Mi hermano vuelve a suspirar, se lleva las manos a la cabeza y las frota contra su pelo con vehemencia.
—No te reconozco ¡¿Eres tú, Daniel?!, ¡¿el Daniel que parió mi madre, amigo de la juerga, los vicios nocturnos y el desenfreno?!
Ernesto hace uso de sus prerrogativas de hermano mayor. Indignado por mi actitud, me grita enrojecido, allí, en mitad de una sala de control que no controla nada, y mucho menos nuestras emociones.
—¡Despierta hermanito! ¡Sacúdete esta modorra de encima, pues tienes un grave problema! ¡¿No pretenderás arruinar tu vida por un espejismo de amor eterno?! ¡Hay muchas Anas esperándote ahí arriba, en los mundos civilizados, lejos de este prado solitario despojado de toda presencia humana!
La actitud de Ernesto acaba por irritarme.
—¡No creo haber necesitado a nadie durante estos años! ¡Todos nosotros hemos tenido una vida bastante satisfactoria!
Mi hermano mantiene la boca ligeramente abierta, transfigurada por el estupor. Mis argumentos han torpedeado el brío de sus ataques.
—¡Déjame en paz! –le grito— ¡Hay demasiados “viernes” en esta puñetera isla! ¡Ese es mi problema y no otro!
—Estás confundido, hermanito. Muy confundido –pronuncia con voz queda, antes de abandonar la sala.