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La pantalla de ordenador soltó un zumbido propio de algunos aparatos eléctricos, pero yo sabia que se quejaba debido a su inactividad. Aquel documento de Word estaba todavía completamente en blanco. Cuando retiré la vista del maldito aparato (en parte debido al miedo a que aquella pantalla en blanco me engullera) ya había oscurecido. No habían iniciado aún las primeras luces del alba cuando me senté y comencé a escribir  (o al menos a intentarlo), y sin darme apenas cuenta ya me envolvían las sombras del ocaso. Y tan siquiera había escrito una miserable palabra.

          Miré nuevamente la botella de ginebra, ahora prácticamente vacía, situada a mi derecha. Ya había dado buena cuenta de ella, pero las musas que en otro tiempo guardaba la botella parecían haberse evaporado. El amargo sabor de aquel licor sólo consiguió embotarme la cabeza y enfurecerme todavía  más por mi inaudita falta de inspiración. Nunca me había ocurrido nada parecido, aunque bueno, a decir verdad llevaba ya casi una semana con este molesto y absurdo bloqueo. No obstante, la palabra bloqueo, quizás, no sea la mas adecuada. Creo que esa palabra sólo debiera utilizarse para referir a una completa inutilidad de escribir nada en absoluto, y ese no es mi caso. Mi incapacidad literaria se limita a él. Puedo escribir cualquier cosa, pero cuando quiero buscar a aquél maldito para introducirlo dentro de mi historia, no lo encuentro.

          El fugaz resplandor de un relámpago me trajo por un breve instante al mundo real de fuera de mis pensamientos. Afuera diluviaba. Había puesto mi cabeza patas arriba, buscando a aquel desgraciado. Había abierto puertas, derribado muros mentales, y buscado en todos los resquicios de mi desordenado cerebro. Pero no había el más mínimo rastro de él. Era como si hubiera salido de una vez por todas de mi cabeza, como si hubiera conseguido evadirse y huir lejos de la prisión que era mi imaginación. Sin él no podía continuar escribiendo, era mi personaje, mi antihéroe sumido en una funesta epopeya que le conduciría a un catastrófico desenlace. Aquel se había convertido en mi relato favorito de todos cuantos había ideado en toda mi larga vida. Pero ahora dudaba que pudiera concluirlo. Por más que lo intentara, era inútil, nunca volvería a hallar a aquel maldito prófugo.

         Un segundo rayo me trajo de nuevo a la realidad. Miré de nuevo la pantalla completamente en blanco. Comprendí entonces que jamás completaría aquella obra. Que permanecería para siempre inédita y desterrada a la tierra de las ideas inacabadas. Aunque, en lo más profundo de mi alma luchadora, no quería o no podía aceptar aquella realidad. Esperé, sin pensar en nada, al estruendo del trueno unido indisolublemente a la espectral luz del relámpago. Y de repente ocurrió, mi despacho entero tembló y yo no pude reprimir un terrible sobresalto. Pero no se trataba del sonido de los elementos, a pesar de la intensa lluvia, la tormenta eléctrica se encontraba lo suficientemente lejos como para que el sonido del trueno fuera casi imperceptible. El ruido provenía de un fuerte golpe propinado contra las puertas del habitáculo en el que me encontraba. Estas se abrieron con gran violencia, furiosas por el trato recibido. Y entonces lo vi después de tanto buscarlo. Allí estaba una vez más, delante de mí. Con la única excepción de que en aquel momento no era un producto de mi truculenta imaginación. Era real. Tan real como lo soy yo mismo.  Allí permaneció durante un rato encharcándome la moqueta con sus ropas empapadas. No había duda de que venía del exterior (del mundo real), pues la última vez que pude escribir sobre él, no estaba lloviendo. En cambio afuera diluviaba. Su postura era derrotada con la cabeza gacha y los hombros encorvados. El pelo completamente mojado le caía sobre la frente, impidiéndome ver parte de su rostro. Pero sabía que era él. A pesar de no haberlo visto nunca antes (al menos, no con mis ojos), era exactamente igual a como me lo había imaginado. Medía alrededor de metro noventa de altura, pero aparentaba ser mucho más pequeño debido a su postura y su extrema delgadez. Casi parecía un esqueleto recubierto por una pálida piel.

          De repente fijó su mirada en mí, y un súbito escalofrío me subió por la espalda. Por primera vez en mi vida pude ver su cara con mis ojos. Tenía un rostro huesudo, como el que debiera tener la muerte. Y sus ojos saltones casi parecían querer escapársele de las cuencas. Fijó su mirada en mí, en una expresión perturbada. Entonces me di cuenta. De su temblorosa mano salía un gran revólver.

         Lejos de temerle, me sentía como debió sentirse el padre del hijo pródigo: contrariado por la sorpresa y alegre por tenerle de vuelta. No le recriminaba lo mal que lo había pasado debido a él, y tampoco le tenía en cuenta el hecho de apuntarme con un arma. En el fondo no se me pasaba por la cabeza que pudiera dispararme. Era una invención mía y, por lo que yo sabía hasta entonces, las ideaciones nunca han acabado con la vida de su pensador. Pero tampoco creía que fuera posible que se plantaran delante de su creador con un arma. En cambio, allí estaba.  –¿Cómo has conseguido llegar hasta aquí? –Le dije con una voz demasiado ronca debido a que en todo el día el único líquido que había caído por mi garganta provenía de una botella de ginebra–. ¿Por qué llevas ese arma?

         Los ojos de mi ser inventado se hicieron todavía mas grandes. Su rostro mostró un horrible gesto mitad de sorpresa, mitad de decepción. Quizá pretendía que supiera el porqué se encontraba allí, enfrente mío. Y el hecho de que no conociera tal respuesta parecía ofenderle o defraudarle. Pero yo continuaba mirándolo apenas sin pestañear, esperando a que me diera una respuesta.

         La esquelética invención materializada delante mía comprendió por fin que debía intervenir en la conversación si no quería que creador y creación estuviéramos mirándonos durante toda la eternidad. –Creo que tú podrías responder mejor que yo a la primera pregunta–. Dijo por fin, con una voz que pese a no haber oído jamás me sonaba tan familiar como la mía propia.

         Se equivocaba no tenía ni la menor idea de cómo había llegado ante mí, nunca creí en lo paranormal, ni en espíritus, fantasmas ni extraterrestres. Y aquel suceso parecía sacado de un capítulo de Expediente X, por lo que no encontraba ninguna explicación. Quizá me había quedado durmiendo y todo aquello no era más que producto de mi psique intranquila. Pero no lo creía, podía pensar con claridad, cosa que nunca ocurre en las ensoñaciones. O al menos eso descubres una vez has despertado. Pero no, no podía ser un sueño. Todo aquello se me antojaba muy real. Ni tan siquiera creía que se tratara de una alucinación o una visión. O al menos eso quise creer. Era posible que aquello fuera mi última oportunidad de continuar con mi historia, por lo que retomé la conversación.

         –Bueno entonces, ¿podrías decirme qué es lo que quieres? ¿Por qué estás ahí delante con ese revólver?

         –Eso son dos preguntas completamente distintas–. Dijo mi creación, dibujando una extraña sonrisa en su boca, como si disfrutara posponiendo sus respuestas–. ¿Cuál quieres que conteste primero?

         –Responde primero a la primera pregunta y en segundo lugar a la segunda pregunta, si tan distintas son–. Le espeté con voz ronca y molesta. No entendía a que jugaba aquel personaje con tantas evasivas y respuestas sin sentido. Ya empezaba a pensar que no sacaría nada en claro de esta insólita intrusión. Pero de pronto, algo me dijo en la expresión de su cara que lo que iba a contarme era crucial. O al menos lo era para el ser con un arma en su mano. Por lo que también debía ser crucial para mí.–Bueno esto no es tan fácil como parece, que ¿qué quiero? me preguntas–. Comenzó a recorrer la habitación de un lado para otro agitando la pistola. Al observar la escena, se me antojó que estaba algo perturbado, pese a que lo conocía como si lo hubiera parido (en cierto sentido si lo había parido, creándolo de la nada), o al menos eso creía hasta entonces. Ahora se había desligado de mí, no sólo adquiriendo autonomía, al no estar en mi cabeza; sino desarrollando libremente la personalidad que yo le había trazado.

         –Quiero…–. Continúo hablando algo indeciso. –Quiero… vivir. O eso creo. Realmente dudo que tenga voluntad para decidir si quiero o no vivir. No se siquiera si las palabras que estoy pronunciando ahora son producto de mi libre albedrío, o por el contrario, como sospecho, son producto de tu imaginación. Tengo la sensación de no ser más que una marioneta al que ya se le ha decidido cada movimiento y gesto que va a realizar. Y tú eres ese dios cruel e insensible que ha grabado cada uno de mis pasos en esa losa que llaman Destino.

         Realmente hablaba como un perturbado, pero había algo en lo que decía aquel extraño ser que tenía sentido. Debía saber el final que le deparaba. Lo cierto es que ya le había dado varias vueltas sobre el final de esta historia. Aquel desgraciado se volaba la cabeza con un revolver, tras todas las perrerías que le había hecho pasar. ¿Pero era posible que aquel desdichado, pese a todas las atrocidades inventadas por mí, quisiera seguir viviendo? Aquella conclusión me conmovía. Pero no podía cambiar sin más su triste final. La idea de la muerte me seducía terriblemente. Para ser sincero la muerte había vagado por mi mente desde hacía ya algún tiempo. Y no sólo para matar a aquella persona creada con palabras impresas en una hoja de papel (o escritas con una letra “Times New Roman” 12 en un documento Word, como era este caso); sino para acabar con mi propia vida. Pero era demasiado cobarde para llevarlo a cabo. Por eso inventé a aquel personaje, un triste reflejo de mi triste vida. Por ello debía acabar con su vida, ya que no podía acabar con la mía.         –Entonces estas aquí para obligarme a cambiar el final de mi novela. De lo contrario me matarás ¿no es así? –. Dije con tono desafiante. –¿Y si yo deseara mi propia muerte?

         –No has entendido nada–. Me reprochó. –Si te matara yo también moriría. Lo que quiero, o al menos lo que creo que quiero, es seguir viviendo. Y para ello debes continuar escribiendo.

         –Pero si continúo escribiendo también morirás.

         Al oír mi afirmación una sonrisa cruzó furtiva por sus labios. –Todavía no lo entiendes–. Dijo, mirándome con la odiosa expresión con la que miramos a un niño pequeño cuando intentamos explicarle algo que su lógica infantil no le permite comprender. –Yo no he venido a impedir que escribas tu libro, sino al contrario. Si terminas de escribir mi historia nunca moriré. O mejor dicho reviviré cada vez que alguien me lea.

        –Entonces, ¿por qué apareces apuntándome con un arma?–. Le dije entendiendo cada vez menos sus palabras. Quizás si estuviera en un sueño, después de todo.

        –Ya te lo dije antes, tú puedes contestar mejor que yo a esa pregunta. Estoy aquí con un arma para acabar con tu vida, pero no por que yo quiera, ni para coaccionarte en caso de que quieras matarme. Sino sólo por que tú lo has ideado. Estoy delante de ti con esta arma por que tú no tienes valor para hacerlo por ti mismo. Por eso has recurrido a mí, un ser sin voluntad. No tengo voluntad, tú te la inventas y la haces real al escribirla. Yo no soy más que un producto de tu ideación.

         ¿Era cierto eso que decía aquella fantasía? ¿Tenía algún sentido? Era descabellado. Yo había creado a aquel hombre para acabar con mi vida, ya que yo no era capaz. Bueno aunque era difícil de creer, para mí si tenía sentido. De repente recordé sus palabras: “No tengo voluntad, tú te la inventas y la haces real al escribirla”. ¿Había escrito yo todo aquello? Miré hacía la pantalla de mi ordenador, pero ya no era la pantalla en blanco que tanta desazón me produjo hacía acaso una hora. Una línea tras otra de palabras apareció ante mí. Lo había entendido, sólo tenía que escribir que aquella patética criatura disparaba el arma y todo habría acabado. Antes de leer una sola palabra noté la presencia del arma hacia mi dirección. Cuando levanté la cabeza me encontré con el cañón del revolver a escasos centímetros de mi cara. Miré nuevamente hacia abajo. Mis manos estaban escribiendo. Cuan fácil me resultaría quitarme la vida de aquella manera. Durante hacía ya muchos años la literatura era mi única razón de vivir. Y ahora acabaría conmigo.

        Una lágrima fluyó por la mejilla del que debía acabar con mi vida. Sabía que ya lo había entendido todo y que por lo tanto nos quedaba poca vida a ambos.

        –¿Lloras? –. Le pregunté con amabilidad. –Pensaba que carecías de voluntad. En cambio lloras por tu vida, o acaso por la mía como si no quisieras hacerlo. ¿Es posible que puedas querer o desear cosas aunque no puedas hacer mas que lo que esta escrito?

        –¿Acaso importa? Sólo tienes que escribir unas pocas palabras para acabar con todo–. Dijo con voz serena, aunque de sus ojos seguían cayendo lágrimas. –Pero está bien, te responderé. Pienso que mi libertad de querer o pensar no es mas que una ilusión. No es más que el reflejo de tus dudas, miedos y deseos. Ahora pienso que eres una criatura patética que merece morir, aunque por ello cueste mi propia vida. Al igual que antes quería vivir, cuando tú dudabas si acabar con tu propia vida. Cuanto mas aumentaban tus dudas sobre la muerte, mas seguro estaba yo de querer vivir. No soy más que un reflejo de tu voluntad. En cambio tú acabas voluntariamente con tu libertad, ¿no es absurdo?

        Una lagrima se escapo por mis ojos. Mis manos continuaban escribiendo como servidoras de una voluntad ajena a la mía. –¿Quién dice que yo tenga voluntad para elegir? ¿Cómo sabes que yo, al igual que tu no soy el producto de otra mente igual de enferma que la mía y que, cuanto hago, pienso y deseo se está escribiendo en este momento o quizás ya esté escrito? ¿Cómo estar seguro de que mi libertad es verdadera y no una ilusión como la tuya? Acaso, no exactamente por eso; por ser una ilusión, no podemos distinguir, ni reconocer tan siquiera cuanto de lo que hacemos ya esta decidido de antemano. Quizás todo esté escrito.

        –Escribe pues–. Dijo llevando el dedo al gatillo.

        Los dos permanecimos unos segundos compadeciéndonos el uno del otro. Sólo tenía que escribir unas palabras y todo terminaría. Mis manos continuaron escribiendo. Y él, disparó.

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