Ya había caído la tarde. Hacía frío en la ciudad. A ratos se escuchaban las ráfagas de los tradicionales tiritos de las fiestas decembrinas. También a ratos la algarabía de la muchachada patinando desconcentraba a los feligreses que oraban en la Iglesia de la esquina.
El alumbrado público era pobre, pero la calle no estaba en penumbra porque las luces de los arbolitos aportaban brillo al vecindario. También hacían lo propio algunos nacimientos. La puerta principal de la casa estaba abierta, de par en par. Nadie temía a los ladrones porque entonces la gente respetaba lo ajeno, y si algún desconocido osaba colarse en el velorio, en el peor de los casos era para satisfacer la curiosidad morbosa, y en el mejor, para beber gratis una taza de café o quizás de consomé.
- Buenas noches, -respondió Angelita descolgando el aparato que desde hacía rato chillaba con insistencia, dentro de una especie de casilla adosada a la pared color verde agua del comedor de diario.
- ¡Muy buenas noches, jovencita! Mis mejores deseos por una Feliz Navidad en esta alegre víspera del nacimiento del Niño Dios, ¿tendría usted la amabilidad de ponerme al teléfono a mi compadre y queridísimo amigo Don Horacio?, –solicitó al otro lado del hilo telefónico un caballero educadísimo con voz de persona mayor.
- No sé, bueno, es que no creo, -atinó a responder la adolescente con la voz quebrada, mientras observaba desde la distancia el cajón fúnebre que contenía el cuerpo inerte de su tío preferido, ricitos de plata como ella lo llamaba, a quien la muerte lo atajó ese día a final de la mañana en la soledad de su alcoba, donde por cierto días después, la tía Lula, su compañera de toda la vida, hurgando entre sus pertenencias encontró una carta de despedida, donde él la animaba a seguir adelante hasta que el designio divino los reuniera de nuevo “en algún lugar del Universo, más allá de las estrellas”.
-Aló, ¿Don Horacio?, compadre, ¿estás allí?... Aló, hija, ¿me escuchas?, -insistió alertando a la jovencita que finalmente atinó a responder que no podía ponerle a su tío al teléfono, porque éste había fallecido a consecuencia de un infarto fulminante y lo estaban velando en la intimidad de su hogar.
Al cabo de un rato, un abuelo con porte aristocrático atravesó la puerta que seguía abierta, de par en par, preguntándole a cualquiera, casi reclamándole, por qué nadie le había avisado sobre la muerte de su compadre y queridísimo amigo Don Horacio. Angelita supo entonces quién era aquel caballero y sintió misericordia por él. Se le acercó para explicarle, a modo de excusa, que todo había ocurrido de manera tan inesperada, que sus amigos apenas estaban comenzando a llegar a medida que se corría la voz. Después de recibir el pésame, lo acompañó hasta el hall donde los dolientes se asomaban por encima del ataúd para ver a su amigo por última vez.
Casi pisándole los talones entró otro hombre, uno considerablemente más joven que él y, quizás por esa razón, también más apasionado, más ágil en el andar, más ligero de palabras.
- Viejo, -le dijo después de haberlo saludado con un abrazo- nadie se esperaba esta broma, así de repente. ¡Qué barbaridad! Se nos fue Horacio. Buen socio, mejor amigo. No lo puedo creer. Yo estoy destrozado. En cuanto lo supe, me metí en el baño para darme una ducha, arreglarme y venirme enseguida para acá. Y te voy a confesar algo. Mientras me afeitaba recordé el pacto que hicimos hace años, ¿tú no lo habrás olvidado, verdad?, entonces le pedí que me mandara una señal, que me apagara la luz, que me partiera el espejo, no sé, cualquier cosa que me diera un indicio del asunto, pero no pasó nada raro, nada de nada, por eso es que insisto ¡Sólo creo en lo que veo! Para esas cosas del más allá, a menos que Horacio me mande una señal convincente, seguiré siendo un incrédulo irremediable.
- Yo, la verdad, te confieso que en ocasiones he reflexionado sobre lo que nos llevó a sellar el fulano pacto, porque aunque siempre he tenido mis dudas, claro que a esta edad, ya viejo como estoy, preferiría prepararme mejor para afrontar una vida en otro plano, si es que la hubiera, -replicó el caballero casi en susurros, abandonando con resignación la diminuta sala de estar donde apenas cabía el ataúd, la poltrona donde la viuda repasaba en voz baja todas las oraciones por el eterno descanso de su amante esposo, y la humanidad de unos pocos dolientes que tras un breve ritual de despedida, liberaban el espacio para que otros allegados tuvieran la misma oportunidad.
Juntos pasaron al comedor principal que se ocupaba únicamente en ocasiones muy especiales, y ésta era una de ésas. La mesa rectangular, donde doce comensales podrían mantenerse a sus anchas sin tan siquiera rozarse los codos, era de madera labrada, al igual que las pesadas sillas con asiento de cuero repujado dispuestas a su alrededor. En el amplio espacio decorado con oscuros retablos y obras de pintores reconocidos, había además dos vitrinas repletas de cristalería finísima, un sofá antiquísimo pero impecable, dos poltronas que le hacían juego y, entre otros detalles menos llamativos, un piano que se mantenía en silencio porque la familia estaba de luto. Para coronar, la lámpara principal era una talla de madera de lujo, una verdadera obra de arte, que pendía del techo desde hacía por lo menos dos décadas. Probablemente más. Justo debajo de la lámpara, en el centro de la mesa, una Capo Di Monti de colección recreaba una escena donde siete labriegos impecables realizaban su faena cotidiana.
Angelita, en su afán por honrar la memoria de su tío, se mantenía serena atendiendo con amabilidad a quien ella pudiera servir. Al observar que allí no había lugar disponible donde tomar asiento, invitó a los viejos amigos de su tío a acomodarse frente a la mesa cual comensales, prometiendo llevarles en breve algo caliente para beber. Había otras personas dispersas en el comedor. Unos se conocían, otros no, pero daba igual. Todos estaban tristes. Todos lamentaban en voz baja la pérdida de un hombre ejemplar, artífice de una vida plena de valores. Todos honraban la memoria de Don Horacio, un ser especial que siempre creyó en la vida después de la vida.
El reloj de pared estaba dando la última de once campanadas. El fresco de la noche decembrina entraba por la puerta que permanecía abierta, de par en par. En la cocina, una empleada se ocupaba del café y del chocolate caliente. También del consomé. La viuda, que no se había levantado de la poltrona desde que llegó el ataúd con su muerto, acababa de subir a su alcoba a refrescarse y, quizás, a cambiarse el atuendo negro por otro del mismo color. Y mientras los viejos amigos de Don Horacio hablaban del pacto que debía cumplir el primero que muriera de los tres, algo inesperado ocurrió.
- Tranquilos, ya no hay de qué preocuparse, todo fue producto del recalentamiento de los cables por la inusual cantidad de luces que hay encendidas en la casa, pero ya todo está bajo control, -explicó el tío Arístides a quienes se habían concentrado en el comedor principal, después del súbito desprendimiento de la lámpara que pendía del techo desde hacía un par de décadas; quizás más.
Sin embargo, él sabía que algo muy extraño, prácticamente inexplicable, había ocurrido, porque su especialidad era, precisamente, la electricidad, su comportamiento y sus mañas. Uno de los eslabones medios de la cadena que sostenía el cuerpo de la lámpara, parecía haber sido abierto a propósito con una herramienta, y los cables lucían como cortados con tijera y separados adrede para evitar un corto circuito con todas sus consecuencias. A pesar de las evidencias, entendía que no era un buen momento para revolver los ánimos y crear confusión. Por eso prefirió mantener su posición y aparentar que todo respondía a una sobrecarga eléctrica.
El golpe seco fue tan fuerte que alertó a Angelita, quien minutos antes había salido al jardín a respirar aire puro y abrazar su tristeza en solitario. De un solo brinco se levantó del borde de la jardinera que le servía de asiento. Al atravesar la puerta que permanecía abierta, de par en par, se topó de frente con los viejos amigos de su tío Horacio, quienes en una especie de carrera en cámara lenta, abandonaban la casa custodiando en sus manos sendos trozos de porcelana, que de pronto mostraban cual trofeo a quien deambulara por los alrededores con cara de cuestionario.
“Esta es la prueba, la señal que estaba esperando. Ahora estoy seguro que somos más que esta armadura tan vulnerable, mucho más que sólo cuerpo. Horacio cumplió el pacto”, decía el incrédulo echando andar cada vez más deprisa, mientras el más viejo quedaba rezagado agradeciendo la generosidad de su compadre y querido amigo Don Horacio por haberle despejado la duda.
El porrazo debía haber hecho añicos la pieza de colección. Sin embargo, cinco labriegos continuaban la faena. Sólo dos de ellos habían perdido sus cabezas.