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La tristeza caló profundo a Miguel Cifuentes, y la desesperación ahora hacia presa de él; el clímax de ese amasijo de sensaciones llegó cuando se miró él mismo tendido en la cama, largo como era, flaco, pelo largo y suelto, con una expresión melancólica y displicente, como nunca antes se había visto cuando se miraba al espejo o como nunca se hubiera imaginado ver. Enloqueció, no podía entender cómo estaba sucediendo eso, todo ese cúmulo de emociones le emponzoñaban por entero y le llegaron como cuchilladas frías, dolorosas, sin respuesta. Fue allí donde aparecieron todos los dóndes, cómos y porqués que se encontraban levitando al principio, y le sumieron en la mas profunda incertidumbre. Miguel Cifuentes quiso gritar, estallar ante aquel instante inescrutable y colmado de un espanto anegado en el vacío, intentó tocarse a sí mismo ubicándose junto a su padrastro, frente a su madre y hermanas, pero cuando estaba por alcanzar su rostro, ante la mirada invisible e inmutable de sus familiares, una especie de fuerza de repulsión lo sustrajo del intento, de sí mismo, de sus familiares, de su cuarto, de todo lo material. Y como un choque eléctrico advirtió toda su vida de un modo compacto, desde su nacimiento hasta que percibía lo que en ese momento estaba percibiendo: diecinueve años reducidos a un segundo. Se vio solo nuevamente en el mismo lugar donde se encontraba al inicio, como nadando entre dos aguas, como un náufrago asediado por una soledad pesada y eterna. Se calmó.


En ese instante creí que ya era tiempo y lo llamé por su nombre, reaccionó y se acerco hacia mí, me reconoció como su abuelo.


-Abuelo- me dijo - ¿Cómo si eres tú mismo?, Pero si te ves tan joven... como de mi edad.


-Ven hijo mío- le dije con ternura, no llegaba a entender como podía comunicarse conmigo sin llegar a emitir ningún sonido.

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