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CUANDO Miguel Cifuentes sucumbió en su dolor, algo en lo más íntimo, profundo e insondable, explotó en su corazón. No pensaba en cómo, dónde o porqué, no experimentó nada extraño o raro, y no percibió ni un gramo de tristeza ni infelicidad. Solo un confuso sentimiento de neutralidad volátil sé posesionó de su ser, iba y venía en forma horizontal, muda, progresiva y desembocaba en el vórtice de pensamientos sin sentido.


Al principio no sabía si era él mismo o si se transformó súbitamente en una persona totalmente diferente, pues en ese momento le parecía que le faltaban sus olores y sabores propios, sus características personales que le acompañaron toda la vida. Se sintió liviano y vacuo. Entonces se auscultó en tal situación y juzgó que tales ideas no eran razonables. Trató de hablar pero lo único que salió de su boca fueron pensamientos apagados y sin sentido, se dio cuenta de que ya no lo podía hacer y por primera vez sintió frío. Lloró. Ahora un miedo espiral subía y le cubría por entero, allí, solo, en ese lugar de semipenumbra, no atinaba a comprender lo que estaba sucediendo, parecía como si el mismo tiempo se hubiera materializado a su alrededor, impregnado en las paredes, perenne.

De pronto Miguel Cifuentes escuchó su nombre revuelto entre un sartal de murmullos que no le permitieron entender que más decían, y se alegró su corazón. Sonrió. Entonces se sintió transportado del lugar donde se encontraba: oscuro y sombrío, pero no desalentador, a otro distinto: más real y familiar, pues estaba en su propia habitación; pudo observar de un solo golpe de vista, todo lo que se encontraba en ella, desde lo más grande y apreciable hasta lo más pequeño e insignificante. Observó su reloj plástico rojo colgado en la pared con aquel tic tac mecánico y oscilatorio que muchas noches lo acompañaron en la vigilia, miró su lámpara cenital menos brillosa y más enmohecida, pudo ver los materiales del colegio que había perdido el año pasado cuando terminó el bachillerato, y que por más que desbarató la habitación buscándolos nunca los encontró; pudo ver los posters de colegial pegados junto a los afiches revolucionarios de neouniversitario, pudo ver todo con unos ojos diferentes, que inyectaba a las cosas más realidad y vida, como si nunca antes las hubiera visto de esa manera, a pesar de que las tenía a su alcance cotidianamente. Todo esto lo tomó con la mayor normalidad. No se alteró. Luego Miguel Cifuentes observó un grupo de personas junto a su cama, reconoció en ellas a su padrastro, a su madre y a sus dos hermanas menores. Todos –excepto el padrastro-, sentían aflicción en su corazón y miró al filo de una lágrima de su hermana menor el gran dolor que experimentaban. No entendía como podía percibir emociones de otras personas, pero sabía que era así. Hubiera querido hacerlas reír, hacer que olviden ese sufrimiento que emanaban y saturaba el ambiente de una turbiedad de llanto, hubiese querido cantar, como lo hacia siempre que alguna de ellas se encontraba triste, pero por segunda ocasión no pudo hacerlo, se sentía impotente, impedido por una inexorable barrera invisible a mostrarse a los seres que más amaba, hubiera querido acallar esos sentimientos negativos sin embargo algo se lo impedía.

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