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Miguel Cifuentes me miró como su abuelo, al igual que otros lo habían hecho visualizándome como la persona que más impresión o amor le habían tenido


Miguel sabía que yo era su abuelo a pesar de parecerme tan joven como él mismo, y me siguió, olvidó todo lo que había sucedido en el pasado, se sintió con una paz infinita y una tranquilidad única. Lo llevé al sitio de la inmensidad, donde la luz y el brillo eran tan fuertes que nos cubrían con su inmenso fulgor, pero no nos cegaban. Estaba muy sereno, y la gran voz empezó a hablarle en un lenguaje propio, único y exclusivo para él, un lenguaje que solamente él podía entender.


Miguel Cifuentes no tuvo que preguntar nada, pues todas sus preguntas y dudas se aclararon por completo en una fracción de segundo, entendió y asimiló lo que estaba pasando, y supo del mundo, de la creación, de la vida y de la muerte, supo de misterios inimaginables que solamente seres de su condición estaban en la capacidad de entender y saber, supo de felicidades y amarguras, de odios y miserias mundanas y de planos existenciales, y dimensiones; y del grado de madurez espiritual en el que se encontraba, y supo que aún no podía permanecer para siempre allí, pues le faltaba ascender espiritualmente, supo también del gran sueño que le tocaría pasar antes de regresar, pero no pensó en ello, solo quería permanecer ahí con esa gran calma, con esa tranquilidad plena que le infundían las palabras de la gran voz, era una algo nunca antes sentido por él. No quiso saber más.


Fue una tarde lluviosa de abril cuando desperté al antiguo Miguel Cifuentes, y apenas pude darle el último adiós a su nueva vida.


©Patricio Sarmiento

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