Tu palabra aseguró que estarías con nosotros en todas las horas de necesidad. Nunca he olvidado lo prietito de tus manos, ni la manera en que se colocaron sobre mi cabello. Cuando fui con el señor cura Verduzco para contarle lo que me habías hablado, él solo se atragantó a risotadas, burlas que, concebidas en los enojos comunes a todos aquellos que son interrumpidos en su descanso nocturno, terminaron por despacharme a mi casa.
Esa madrugada ya ni pude pegar los párpados. De seguro me viste ahí, encobijado como vigía de los ronquidos de mi tío Chuy. De vez en cuando levantaba los ojos, tal vez esperando, entre lo de mi cabeza y lo que sentía, que te vinieras de nuevo de donde estás, nada más para verte tantito. No apareciste ese día, ni otros.
[Escabulliste tus promesas por mucho tiempo, no sólo de mí, sino de todo el pueblo. Tu protección se diluyó en todos los torrenciales, y se convirtió en el lodo con el que reconstruimos mil veces nuestros jacales.]
Y de verdad te digo, que nada de esto guarda un reclamo. Soy muy compresivo. Aún lo era cuando mi padre me golpeaba con la pala, pues sabía muy bien que su vista se estaba apagando en la mina. Más aún, ¿cómo no habría de ser comprensivo después de ver que su vista no estaba sola en su camino decadente, sino que su vida misma la acompañaba rumbo a ese agujero húmedo y goteante? De todas formas, te aseguro, ahora que estás frente a mi, que siempre supe que las razones justas para tu ausencia existían.
Hace tres días llegué aquí, a la gran villa central. Mirando a los miles y miles de hijos de los que te haces cargo en este lugar, mi confianza en tu perpetua fidelidad se ha robustecido; a las dudas sólo les queda disiparse.
Te veo de nuevo y recuerdo tus promesas. Agarré tus manos, y aunque estaban más frías que la otra vez, pude sentir el cariño que acostumbras a irradiar, que por cierto, cómo se parece al cariño con el que mi madre solía consolarme, antes de convertirse en difunta. Ya te lo había dicho, ¿verdad? De seguro la conoces. Era muy buena y piadosa. Todo el tiempo hablaba de ti, y no dejaba ocasión para agradecerte que yo estuviera a su lado. Ya te habrá platicado que a ella también le tocaron las tundas de mi padre, a veces por razones ganadas, otras cuantas por tratar de interponerse entre su pala borracha de furia (o furiosa de borracha, ya no sé bien) y mi cabeza enchipotada.
[Nunca sirvió de nada la resistencia de mi madre. Como aquella vez que se le ocurrió esconder la pala, consiguiendo solamente que mi padre saliera a cortar una rama de mezquite para plantarnos una chinga a los dos.]
A pesar de todo, creo que se querían. Mi madre siempre trataba de agradarlo; mi padre, por su parte, perdió la vista definitivamente, y creo que comenzó a morir, el día en que ella falleció.
Sin embargo, lo que importa ahora es que estás aquí finalmente, y no puedo negarte mi felicidad, ya que encontrarte era justo lo que deseaba desde hace un buen rato. Te puedo ver. Pude acercarme a ti, abrir tu casita de cristal y tocar tus manitas. ¡Esto es la dicha!
Quisiera que el encanto de esta hora nunca terminara, pero hay algo que me tiene preocupado. La manera en que todos tus hijos, los que te acompañan ahora, me rodean y me miran, es inquietante.
[Los insultos está ahí.]
¿Para que necesitan machetes, azadones y palas? ¿Acaso están molestos? Tu sabes que no lo hice adrede, el señor cura me gritó cuando estuvimos cerquitas, del puro susto te tumbé del nicho. La casita estaba rota, pero advertí que no te había pasado nada. Te prometí construir otra mucho más cómoda y bonita. Ya se los dijiste ¿no?
[Te arrimas entre miradas ardientes, ceños y gritería. Los instrumentos de labranza son alzados; te preceden y te siguen, son tu guardia. El círculo de muchedumbre se concentra en mí. Me atacan. Miro tus manos y cierro los ojos.]
Guadalajara, Jalisco, México
Noviembre 24 de 2001