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     Sobre la mesa, el pocillo de café humeante.

Giro la cabeza y a través de la ventana veo la esquina. Vuelvo a mirar el pocillo y tomo un sorbo, levanto la vista, y colgada de la pared está la propaganda de Geniol, ese pelado, que a pesar de tener la cabeza atravesada por mil clavos no deja de sonreír. A su izquierda, enmarcado con molduras color oro, el pergamino que firmamos por los cincuenta años del bar.

Comienza a llover otra vez y la gente se apretuja bajo el techo de la parada del colectivo. Veo a mi viejo, sentado en la misma silla de siempre, en la misma mesa de siempre, junto a la ventana de siempre, como lo hicimos por años, como lo hago hoy yo. Un Imparciales, haciendo equilibrio para no caerse del cenicero, si hasta puedo sentir el olor acre de los cigarrillos negros. Lo apaga, termina el vaso de ginebra de un trago y después de palmearme el hombro se va. Así, sin decir nada, dejando el sobre del laboratorio arriba de la mesa.

Vuelvo a mirar por la ventana y sigue lloviendo.

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