Soñó que estaba muerto y no pudo despertar. Quería abrir los ojos, moverse, hablar, bostezar, en fin, todo lo que hacía siempre antes de pararse de la cama para ir al baño a empezar la jornada. No podía, algo superior a su mente le quitaba la voluntad de hacer y le dejaba el pensar.
Decidió esperar un rato, a ver qué pasaba. No pasó nada, nada de nada. Todo siguió igual en ese cuarto desordenado y triste de soltero. Seguía con la mente despierta pero el resto no. Ni sentía esos deseos de orinar con los que despertaba cada mañana. Por fortuna su mejor amigo quedó de pasar por él para llevarlo a la oficina y como tenía por costumbre, casi que tumbaría la puerta a golpes para sacarlo de sus dulces sueños.
A las siete comenzó a retumbar la puerta y a las siete y media se fue maldiciendo. Volvió a las diez con un cerrajero para entrar a las buenas. Como le debía dinero a su amigo y lo había amenazado con irse para siempre a otra ciudad, era probable que hubiera pensado en una fuga. A las diez y media entraron (el amigo y el experto en llaves) y cinco minutos después oyó la exclamación: ¡No joda, este pendejo está muerto!
Todo pasó en cámara rápida. El levantamiento de su cadáver, la velación en una de las mejores funerarias y la ceremonia en su iglesia preferida. No supo en qué momento comenzó a verse desde afuera. Ya no estaba escuchando a los demás, ahora los estaba viendo desde alguna parte, como si tuviera múltiples ojos o pudiera estar en forma simultánea en varios lugares. Qué bonito ataúd. Y las coronas. Y las flores. Nunca se imaginó cuanto lo querían. Y, ¿Por qué lloraba tanto la zorra de Lola?, ¿Acaso no prefirió a su amigo Germán a él?
¿Se acordarían de la promesa de no enterrarlo sino incinerarlo? Voló al frente del templo y leyó los avisos… si, la incineración estaba programada. Algunos salieron de la iglesia, se subieron a sus respectivos autos y se fueron. Unos cuantos lo acompañaron hasta los hornos crematorios. Vio cuando lo introdujeron en la cámara de combustión y se dio cuenta de algo: conservaba la vista y el oído pero había perdido los otros sentidos. Cuando el calor empezó a tostar su cuerpo no percibió dolor ni el olor de carne chamuscada. En algún instante todo desapareció: la ciudad, los carros, las personas, los sonidos. Jamás vio el famoso túnel con la lucecita al fondo y perdió la fe en los que retornan del más allá. No encontró a san Pedro. Por fortuna tampoco a Satanás. Se preguntó: ¿Esto es la muerte? Y ahí sí que quedó loco. Se podía mover para todas partes, mejor, en todas direcciones y siempre resultaba en el mismo punto. Si muy pocos están preparados para la muerte (pensó), nadie está informado para el otro lado de la vida. ¿Qué le quedaba por hacer?: Esperar, solo esperar.