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Las cenizas de viejos atardeceres guardados en mi angustia se van a toda prisa, para alcanzar el eco de una voz que sacudió el vestido de mi dolor robándose su perfume; ¿qué hago con el cuerpo de mi angustia en las soledades de mi alma? ¿qué hago entonces con los labios de mi pena produciendo el sonido de mi mejor latido, el que se fue a lo prohibido, el que se funde en el corazón de un recuerdo?...

Se van las  tardes y todo lo que disfrutaba maximizar algún sentimiento: el llanto y la sonrisa, se va y se muere, hasta nunca pero vuelve, mientras tiemblo al imaginar la piel de mis noches, el placer que era dibujar su silueta a contraluz, entre curva y desnuda, sólo para mis dedos, sólo para mi boca, deteniéndome en la línea más pequeña de su cintura, su ombligo su luna, menguante y fantástica, con solo un par de luceros sedientos por tomar el agua de mis besos, con la vejez del silencio petrificando cómo moriré, cómo me estoy muriendo, al ver el cántico de la esperada noche naufragando entre nubes y postes, la noche que hoy hace mucho y tanto sacudí en el ímpetu de mis ganas...

Era ella reportando el acumulado de mi instinto animal hacia toda mi piel y más allá de su piel, con solo tocar su calor, con verla simple y directa a contraluz, buscando mi aliento en su garganta de donde salió aquella voz, amenizando con mi sufrimiento, replicando mi despedida en los escombros de otras soledades.

Una vez me mostró sus estrellas lejanas y contiguas, de cielos inmóviles y espectros subestimados, cosas inalcanzables y melancolías, convirtiéndome tan solo en una ilusión de tres pies. Así soy ante la vida, nada y nunca, no sé no vivo, no siento no hablo, nunca se fue nunca estuvo, está pero se va, y más que consumirme ante el desfile de sus horas espinas sigilosas, acepto que la crueldad del deseo por apretar aquel terciopelo negro y carnal es una síntesis de caricias mal dichas por mis manos, de promesas compartidas por un mismo latido y de un juego a querer tanto cuando esa otra piel ni siquiera ha decidido apaciguar con un suspiro gutural, el frio tembloroso que corre por toda mi humanidad.

 Antes de las doce el despejado de esta noche envidia el espejo de mis pupilas, donde alguna vez se reflejó el rostro de Mariana inicuo y cometa, insolente y fantasma, pronunciando con sus parpados que nunca sus mejillas tomaran el color de mis caricias, y burlándose de la distancia que siempre hubo entre sus labios y los míos cuando yo intentaba cometer la pena del desahuciado; y mientras llora un sueño tardío en el segundo cielo lúgubre, una gota de lagrima se eleva para ser la tormenta debutante en necrópolis, ante la oscuridad que baña rosas y fragancias en el adorno a una lápida capital.

Si vuelve noche alguna vez, tomaré su cuerpo desarropado para bailar la sinfonía sepulcral flotando bajo el suelo, y decir lo absurdo de amarle tras las tardes decapitadas y atmósferas disolutas, persiguiendo con la mirada estrellas de éstas y más allá para ver lo que realmente guardas, en los viajes de todas sus lunas, en la travesía de tus curvas, carreteras hacia tu templo, palabras hacia el infinito, centrifugarme en tu centro. Si volvieras así, si traspasaras mis sueños, si bailas de perfil, para bordarte con mis manos entre curva y desnuda, a contraluz, sólo para aferrarte con mis brazos a mi cuerpo y saciar las pulsaciones de mi tacto bajo madrugadas callejeras...

Algo más que mi resignación a no verla así, aunque trate con mi tristeza y luego se extrañen, observo el cielo noche, medianoche, inmóvil y espectral, iluso y melancólico, sólo una vez, nunca para mí, nunca ella sin existir, entonces confieso que si acaso probé en un vuelo la idea fantasiosa latente de sus jadeos, sutiles y estremecen, que es como la voz del viento leyéndome cómo me estoy muriendo.

 

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