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Hipótesis sobre la deshumanización, un acercamiento al origen de los males

El mundo abrupta o imperceptiblemente se transforma; pero son más frecuentes los cambios invisibles, que sólo se advierten al comparar las épocas. Como el rostro del hombre, por ejemplo, que pasa del niño al del anciano habiendo visto siempre la misma faz el día anterior y el que le sigue.

Así, inesperadamente, nos damos cuenta de que la urbanidad, la cortesía, la humanidad se han depreciado. Y comienzan a asaltarnos –a médicos, enfermeras y pacientes- las preguntas: ¿Cuándo se perdió la humanidad? ¿Cuándo el hábito volvió una rutina el sufrimiento? ¿Cuándo el arte de curar se volvió básicamente técnica? ¿Cuándo el médico perdió su pedestal? ¿Cuando el hombre de ciencia en su prepotencia se equiparó con Dios? ¿Cuándo la calidad total se dejó imbuir por la productividad sin freno? ¿Acaso cuando el enfermo se volvió otro cliente? ¿Cuando se olvidó el poder curador de las palabras? 

Estas preguntas encierran dudas y a la vez certezas, y dejan la evidencia de las  transformaciones radicales que ha sufrido el arte de curar. Para comenzar, el médico paternal, con visión integral del enfermo y su familia, capaz de auscultar las emociones con paciencia, es cosa del pasado. Con sus virtudes y defectos ese paradigma ha sido reemplazado. ¿Pero esa medicina más apacible y  menos técnica debía substituirse? No del todo, es mi respuesta. No en todo aquello que ha significado el menoscabo de la relación del médico con el paciente.    

Los cambios que se han dado, odiosos para el médico humanista, han resultado sin embargo inevitables. Creo que la masificación, la parcelación del cuerpo humano, el encumbramiento de la técnica,  el afán de producir y la comercialización de la medicina son los verdaderos responsables.  La multitud hace invisible al individuo: en el montón se pierde la dignidad y el valor de las personas. En la muchedumbre uno de más, uno de menos, carece de importancia. Entre el gentío que atiborra en una noche las urgencias, el nombre de un paciente resulta irrelevante. Nunca se recuerda. Con frecuencia se olvida el motivo de ese anónimo que llegó a consulta. La masificación deshumaniza. Deshumaniza porque agota. El profesional agotado comienza a sentir como tortura la próxima consulta; el siguiente paciente es un suplicio. Deshumaniza porque en el maremagno se vuelve rutinario el sufrimiento.

El caso doloroso y único conmueve; ante los mismos casos en sucesión indefinida termina anestesiado el sentimiento. La masificación deshumaniza porque vuelve anónimos a todos los actores, porque involucra demasiada gente: mucho intermediario. Ya no son el médico y su paciente en comunión privada; hasta el vigilante y el portero se entrometen. Todos en la multitud son para los demás intrusos, se ven con desconfianza. Por seguridad las instituciones de salud cierran sus puertas y deben exigir identidades.  Ni los vigilantes conocen a los médicos, con mayor razón desconocen al paciente. 

La fragmentación del cuerpo humano es obvia consecuencia del desarrollo de su conocimiento, nada hay que reprocharle. Ninguna mente alberga todo el saber de nuestra medicina. La aparición de las especialidades es un razonable desenlace. Pero su aparición, sin proponérselo, acabó con el médico omnisciente que atendía integralmente todas las dolencias. Hoy el especialista no está en condición de resolverlo todo, pero esa misma incapacidad volvió improductiva la atención de las quejas del paciente. ¿Para qué escuchar lo que no tiene posibilidad de remediarse? 

En un comienzo la medicina fue ciencia –menos ciencia- y humanidad –más compasiva-, pero el tiempo la fue volviendo más técnica y menos afectiva. Humanidad y ciencia, en una  relación inversamente proporcional, se fueron distanciando. Los mismos actos de preservar la vida al borde de la muerte, se fueron encarnizando, y sin ánimo de maldad alguno. Preservar la salud y la vida a toda costa, por obra de una visión desenfocada, se convirtió en el mayor bien a proporcionar al ser humano, pasando por alto hasta los sufrimientos que esa actitud provoca. No dejar morir no siempre es una hazaña.  Por cuántos siglos médico y paciente trabaron una relación humana y personal sin imaginar que con el tiempo el derecho la volvería un contrato, y que más adelante encajaría en un portafolio de servicio, jerga del entorno comercial, que también define al enfermo como cliente. 

Años apacibles –por desgracia poco técnicos- en que la relación médico-paciente se daba sin intermediarios, ni leyes del mercado. 

“El trabajo del médico solo lo beneficiará a él y a quien lo reciba, nunca a terceros que pretendan explotarlo comercialmente”, reza el código de ética médica colombiano. Saludable o no, apenas es romántico. Difícil imaginar que en las empresas de salud todo sea filantropía sin ánimo de lucro. Pero hacer empresa con la salud no es censurable. Por efecto de la misma masificación, resulta necesario. De hecho los recursos privados, mejor administrados que los del Estado, tienen en la salud la posibilidad de demostrar su compromiso con la sociedad. 

Lo reprochable es ver la vida humana tan sólo como un negocio lucrativo. A la buena administración de los recursos y el manejo acertado de los negocios debe sumarse una contextura moral a toda prueba. Debe existir una clara jerarquización de principios y valores, un manifiesto sentido de justicia, un reconocimiento de la vida y la salud como bienes absolutos, una anteposición del paciente a lo económico; admitir al enfermo como fin, no como medio: reconocerlo como el propósito más importante de la organización. La productividad y el afán de lucro son la enfermedad de nuestro tiempo. Gracias a este morbo todo se volvió vertiginoso. El mundo corre en un afán de producir sin tregua, relegando la tranquilidad y las dichas del espíritu. No vive, galopa contra el tiempo. Si es trabajador de la salud, salva una vida, recupera un órgano, hace una consulta apresurada -que estadísticamente se traduzca en jactanciosos rendimientos-, cumple lo urgente, corre de una institución a otra, y posterga lo espiritual –lo suyo y lo de su paciente-.

Y en esa postergación lo espiritual se finalmente se olvida. Quien no sigue el modelo se rezaga, quien se rezaga sucumbe en este trote desbocado, en esta absurda “selección natural” impuesta por el hombre. El conocimiento, motor del progreso tiene precio. La educación también es un negocio. Hoy el conocimiento es un incuestionable producto del mercado y puede valer más que los bienes materiales. Si éstos valen, tiene lógico asidero que cuesten los bienes que trascienden, como la educación, más si se entiende que los recursos que requiere su infraestructura no salen de la nada. De todas maneras la salud y la educación no son un privilegio, son un bien universal que debe asegurarse. Por más que cueste toda persona debe tener garantizado ese derecho. Cómo se logre depende del ingenio de quienes rigen sus destinos. 

En la conjunción de tantos extravíos, de tantos males, aprietos y limitaciones resulta inevitable que la humanidad se pierda, en el afán de sobrevivir la vocación se distorsiona, la caridad se queda sin espacio, la acción desinteresada ante el ánimo comercial claudica.  

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Luis María Murillo Sarmiento MD
("La deshumanización de la salud, consideraciones de un protagonista")

http://luismmurillo.blogspot.com/ (Página de críticas y comentarios)
http://luismariamurillosarmiento.blogspot.com/ (Página literaria)

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