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“¿Más vino caballero?- La tabernera tan amplia de sonrisa y atributos, como corta de virtudes y recato, le guiñó un ojo. El amigo del mentado, bajito y regordete, se percató de todo, lo mismo que su señor, con mirada vidriosa y alejada, de nada.

Aquí en el Toboso todos la llaman Ana, sin ser su verdadero nombre.

El delgado y espigado  Don Alonso a fuerza de cientos de misivas comenzadas con “Mi Dulce Ana…” se empeñó en simplificar y decirle Dulcinea, a más de nombrarla dama en su turbia y poco cuerda, corte…”

Leía “El Diario de Dulcinea” en la “Biblioteca de los libros no escritos”, esa que recoge las palabras no dichas, luminarias altivas y tenebrosas como velas de palmatoria. Esas palabras son, esencialmente, olores, tactos y ruidos aún no hablados, y mucho menos escritos, por nadie. Así pues, el lector que se atreva debe estar al margen de la cordura y sobre todo, saber descifrar a las almas penitentes y asoladas, porque esas son las que realmente tienen algo que decir y de hecho, las únicas que saben decirlo con claridad.

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