Uno de mis compañeros de infancia desapareció del entorno, no porque le ocurriera nada malo, para nada, lo que ocurrió fue que su familia se trasladó a la capital y, se supone, les fue extraordinariamente bien porque jamás regresaron al pueblo.
Pasaron los años y, como dicen las señoras y los viejos, “el mundo es un pañuelo”, para indicar el tamaño, y volvimos a tener noticias de nuestros ex vecinos. Comprobamos que lograron éxitos en todo lo que se propusieron y mi amigo era un exitoso arquitecto. Creo que a todos nos dio eso que llaman envidia.
Como las conversaciones giraban en torno a la susodicha familia y cada vez nos sentíamos más molestos al escuchar de los grandes logros alcanzados, esperábamos qué, en algún momento, se escuchara algo negativo sobre ellos y en especial sobre él, para consuelo de nosotros, los conformistas mediocres.
El momento pareció llegar cuando una señora, de esas chismosas de campeonato, trajo una noticia bomba que soltó con gran alegría:
- ¡Oigan todos, quien ve a Ricardo y a su familia, tan engreídos y supe de buena fuente que tienen muchos complejos!
- No hay dicha completa –dijo una de las envidiosas- Bendito sea Dios.
La alegría duró hasta la noche, cuando uno de los esposos - que trabajaba en la capital- explicó el asunto:
- ¡Pues claro que tienen muchos complejos, esa es su fortuna, diseñan, construyen y venden… complejos habitacionales!