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Una noche acudí al bar de copas con peor reputación de la ciudad, al tugurio más sórdido y peligroso. El humo de los cigarrillos y la algarabía de una gran diversidad de noctámbulos se fundía en el local, cual barniz protector. Se amalgamaba junto a la mugre de la barra, eclipsaba la luminosidad mórbida de los fosforescentes, se adhería a las paredes volviéndolas más oscuras y opresivas.

La mayoría del plantel de adictos a la vida nocturna que desfilaba ante mis ojos, estaba conformado por asiduos de discoteca. Rezagados en el juego del cortejo que buscaban la última oportunidad de pasar lo que restaba de la noche al calor de un cuerpo, de aunar la angustia de dos soledades, de abrigarse con la negada realidad del otro y mantener la propia suspendida de una débil indulgencia, de esquivar una noche más esa triste condición de los solteros de largo recorrido, cuyo precepto existencial llevan grabado a fuego en una cualquiera de sus nalgas: “No hay nadie que te soporte, no hay nadie que te quiera, ni nadie que te joda”.

El resto de la fauna que merodeaba dentro del tugurio estaba constituida por noctámbulos accidentales, sin vocación, sorprendidos por noches prematuras, por insomnes sin vigilia que guardar, prostitutas sin clientes, drogatas sin dosis y dementes sin delirio. Y por encima de todos ellos se encontraban los cazadores, gente al acecho de las oportunidades que suele brindar la noche, preparada para apoderarse del corazón, la cartera o la mente de aquellos individuos de reflejos postergados por la debilidad o la confusión.

No suelo moverme por tales ambientes, pero aquella noche me empujó una mezcla de necesidad de compañía e interés antropológico. Una cosa no debería estar reñida con la otra, pensé. Por aquel entonces, mi afición a la herpetología me llevaba a coleccionar animales exóticos. Tenía una pitón albina en un terrarium, a la que alimentaba con hámsters criados por mi mismo, y una araña devora pájaros del género Nephila. Un bicho peludo, gordezuelo y de movimientos pausados, al que recompensaba con remesas de grillos criados también por mi. Mi expedición, a los ambientes sórdidos de la extensa ecología urbana de mi ciudad, dio más frutos de lo esperado y volví a casa de madrugada con una captura increíble: una barbie recauchutada, de ojos de loba, labios gruesos y piel pálida. Tenía una voz grave, producida por unas cuerdas bucales tiznadas por el tabaco. Era una voz estremecedora, con ella, estoy seguro, podía arrancarte el corazón de cuajo en respuesta a un simple estímulo gastronómico que fuera capaz de retar su insaciable apetito. Nos revolcamos en mi cama, mis dedos se perdieron en la suavidad de una piel que iba más allá de la perfección orgánica para entrar en el artificio del plástico. Nunca había tenido nada tan perfecto entre mis manos, si exceptuaba a un par de tarántulas que conocí en un viaje a Camboya, y a una boa constrictor que me presentaron en una húmeda selva peruana. La barbie se durmió a mi lado, su gran melena rubia desplegada sobre una espalda de tersura sin igual. Estábamos en verano y la noche era calurosa, por lo que dormíamos sobre la cama, desnudos y sin cobertura alguna, y las luces de las farolas de la calle irrumpían en el dormitorio, pues las ventanas permanecían abiertas debido al calor. La suma de factores me permitió descubrir un detalle desconcertante en la piel impoluta de la chica. Tenía una línea de tinta vertical a la altura de una de sus caderas. Aproximé mis ojos a la mancha, parecía un tatuaje, pero una observación más detallada descartaba esa idea. Al menos no era un tatuaje al uso, se trataba de una línea de letras a tamaño minúsculo. La curiosidad pudo conmigo. Me levanté de la cama en busca de una pequeña linterna y una lupa. La lupa la usaba para acicalar la pelambre de mi araña devora pájaros, cuando nos presentábamos a algún concurso de belleza entomológica. Ayudándome de ambos instrumentos, pude descifrar las letras tatuadas en la cadera de mi ligue de esa noche: “Rubia peligrosa, mantener fuera del alcance de los niños”. Pese a las indicaciones sobre los riesgos del producto, decidí profundizar en mi relación con aquella mujer a la espera de que me devorase.            

Las situaciones límite le permiten a uno acceder con rapidez a las llaves de un necesario autoconocimiento, y mantener una relación con una mujer fatal ofrecía abundantes posibilidades para ello. Mi fascinación por los depredadores no era otra cosa que una reacción diferida de mi oculto posicionamiento con las víctimas. Criaba presas vivas para mis mascotas, hámsters, grillos, y me extasiaba ante la perfección de una capacidad de matar sin concesión hacia la piedad o el planteamiento moral,  que desvirtuara el noble oficio de devorar al débil, cuando en realidad mi sueño era formar parte de un menú, acurrucarme tembloroso contra la pared de cristal de un terrarium y esperar ansioso los colmillos, la boca sonrosada o las pinzas ominosas del arácnido, cerniéndose sobre mi pellejo indefenso. Sin el afán de sus víctimas, los verdugos no existirían.

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