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No entiendo como había personas en este mundo que podían creer que algunos negocios pudieran progresar en mi pequeño pueblo de doce manzanas, un parque, una iglesia y muchos desocupados. Se decía, y con mucha razón, que los varones del poblado estaban destinados a ser choferes de camión y las mujeres para maestras de escuela. Esta afirmación tenía mucho de verdad y se podía comprobar haciendo un censo de ocupaciones; los varones cursaban hasta tercero de secundaria que era lo que ofrecía el colegio parroquial y las muchachas cuyos padres que tuvieran como, se iban a estudiar internas a la escuela normal de un pueblo vecino.

Un negocio lucrativo era poseer una tienda donde se expendieran toda clase de productos, desde víveres hasta medicamentos y sin faltar los licores y la cerveza. Desde muy niños nos acostumbraban a ingerir licores y no era mal visto ver borrachos a cualquier hora. Todos los hombres lo hacían pero las mujeres nada de nada. Claro que no solo era beber por beber, para disculpar la ingesta de bebidas alcohólicas estaba el billar y el juego del tejo o turmequé. Y para los perezosos los juegos de cartas, dado, parqués y dominó. El tiempo del pueblo transcurría sin alterar las costumbres de nadie.

A este pueblo quieto y sin mayores intereses deportivos llegó un señor de nombre Poncio, como el gobernador que se lavó las manos en el juicio de Jesús, el famoso Poncio Pilatos y claro, de inmediato las mentes calenturientas del pueblo se pusieron en actividad para encontrarle apodo. Pues dicho señor, con el mayor desconocimiento de la idiosincrasia nuestra llegó a montar un gimnasio. No un colegio sino el sitio para realizar ejercicio y ponerse en forma; algunos desocupados le ayudaron a instalar unas máquinas extrañas, desconocidas para ellos y otros artefactos misteriosos.

Cuando el hombre promocionó su negocio como la solución para bajar de peso y lograr un cuerpo atlético la sensación general en los varones fue de risa, a quien en la aldea se le ocurriría adelgazar si el encanto para las damas era una buena barriga que significaba riqueza. Pero las mujeres si se interesaron y empezaron a asistir al local de Poncio, primero dos, luego cinco y al final hasta veinticinco interesadas en mejorar sus rollizos cuerpos. Y llegaban a sus hogares hablando de barras, bicicleta estática y elíptica, y otros nombres raros que pusieron a pensar raro a los masculinos.

 

Pero con el paso de las semanas ya se acostumbraron a la rutina de sus hermanas, esposas e hijas y dejaron de mirar al forastero como un bicho raro. Pero seguía sin apodo. Y la idea surgió de una de las esposas que llegó contenta a comentar que en el gimnasio estaban haciendo Pilates; listo compadres, el tipo del gimnasio, a falta de saber su apellido de ahora en adelante será conocido como Poncio Pilates… y así quedó hasta que pocos meses más tarde los varones envidiosos prohibieron a las mujeres seguir sus rutinas en el gimnasio y Poncio Pilates quebró.

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