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Esta historia es real y ocurrió hace bastantes años en una pequeña ciudad donde pasé mi juventud y parte de mi vida adulta. No voy a cambiar los nombres y si algunos de los familiares sobreviven sabrán disculparme, esta es una anécdota divertida.

En el pasado a los curanderos los apodaban teguas, sobre todo a los de centros urbanos que ejercían la profesión de la medicina sin títulos universitarios que los acreditaran. Uno de estos fabricaba pomadas, ungüentos, aceites y medicamentos para curar la mayoría de enfermedades; le iba tan bien en el negocio que abrió laboratorio con el pomposo nombre de LABORATORIOS DOCTOR CALIFA.

Allí mismo tenía consultorio y leía en el iris de las personas todas sus afecciones y, como puede suponerse, recetaba medicamentos de su producción. Y claro, en una pequeña ciudad no faltan los envidiosos, que se disfrazan de defensores de la ley, unos vecinos acudieron a demandarlo por suplantación de título profesional en el aviso de su consultorio.

Juan Carlos Santos, que era el nombre de nuestro personaje, amparado por la ley, acudió a una notaría y se hizo cambiar los nombres por Doctor Califa, de manera que legalmente se llamó en adelante Doctor Califa Santos. Por cuestiones de la vida me fui de ese municipio, pero a mi regreso, años más tarde, encontré funcionando el laboratorio, registrado legalmente en cámara de comercio con el nombre de siempre, el Doctor ya se había marchado de este mundo, pero sus herederos usufructuaban las ganancias.

Hace dos años regresé y ya no existe ni la casa ni el laboratorio. Solo el recuerdo de un doctor que en realidad no era pero sí se llamaba.

Edgar Tarazona Angel

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