Febrero de 1911. Estación de ferrocarril de Liverpool, Reino Unido.
Las agujas del reloj se han detenido, el silencio invade mis oídos y solo puedo sumergirme en mis pensamientos.
Vivimos muchos instantes, muchos minutos, horas, semanas, meses y años pero solo unos pocos momentos son valiosos para nosotros, algo que jamás olvidaremos. Antes que pase estamos ansiosos y luego que sucede, nos lamentamos por su brevedad. Yo estoy en los momentos previos.
Le he enviado una carta a Elizabeth, a quien no veo hace treinta años, confesándole mi secreto. Le dije que la esperaría todas las noches en el último tren de las diez. Hasta ahora he cumplido con mi promesa. Hace de esto un mes. Mi espíritu está desalentado pero mi corazón no. Sé que vendrá.
En estos minutos previos al tren nuevamente me asaltan las imágenes y los recuerdos, todos son tan vívidos. Ella tenía veinte años cuando llegó a la mansión de los Stevenson, mi hogar en esta ciudad. Mis padres la habían contratado como institutriz de mi hermano Alexander. Cuando me la presentaron vi una figura tan hermosa que mi habla se había paralizado. Su pelo rubio le cubría parte de su frente que a intervalos regulares se lo apartaba. Cuando sus ojos azules me miraron, en ese momento con indiferencia, a mi me parecieron tan enceguecedores que no podía vislumbrarla. Tal vez el sol de la mañana le dio una claridad mayor que la normal, no lo sé.
Ella se acercó y me dijo:
― Mucho gusto en conocerlo Señor Robert Stevenson ― extendió su mano para que yo la besara.
Me quedé inmóvil y ella con la mano extendida. Mi hermano Alexander atinó a preguntarme:
― ¿Qué te pasa Robert? ― El sonido de su voz me parecía tan lejano que apenas podía oírlo.
― Oh si, perdón. Mucho gusto Señorita Elizabeth ― instintivamente la saludé aunque el shock continuaba.
La timidez que poseía en esos años era abrumadora. Alexander con sus catorce años era mucho más decidido que yo, con mis veintidós.
Todas las tardes Elizabeth le impartía lecciones en el jardín de nuestra gran mansión. Yo la miraba desde mi ventana. Los gestos que hacía con sus femeninas manos, el suave movimiento de su cabeza cuando desaprobada a mi hermano, el caminar tan armónico al levantarse de su silla, me subyugaron completamente. Estaba enamorado de ella con tanta pasión que no lograba dormir por las noches. ¿Cómo decirle lo que siento?. Era una empleada de mis padres y yo solo un alma que sufría en esa gran casona. ¿Tal vez tuviera novio?. No lo podía saber.
Mi cobardía era tan grande que no me atrevía a preguntárselo. Intenté averiguarlo con mi hermano pero ese granuja sabía lo que sentía y se aprovechaba descaradamente, con burlas o comentarios mentirosos. Sufría en silencio.
Oh Dios…el querer decir algo, el querer expresarlo pero no saber cómo hacerlo; eso me torturaba. ¿Cómo acercarme a ella?. ¿Que caminos debería seguir?.
Una tarde los designios del destino me ayudaron. Mi hermano entró en una discusión con Elizabeth. Decidí acercarme para intervenir en la disputa. Le di la razón a ella y Alexander, disgustado, se retiró. Fue mí momento para estar solo con ella. Fue hermoso. Platicamos largo rato. Hasta logré que esbozara una suave sonrisa. Incluso su mirada había cambiado hacia mí, supuse, pero tal vez mi deseo por ella turbara mi juicio. No obstante, me sentía en el paraíso. Pero todo lo hermoso termina alguna vez, si lo sabré yo. Como hubiera querido petrificarme en ese momento, en ese instante con ella. No me hubiera importado vivirlo una y otra vez por el resto de la eternidad.
No volvió a repetirse. Solo fue eso. Pero a veces el verdadero amor nace con un simple chispazo, como un insignificante eslabón en la cadena infinita del tiempo, pero es suficiente para justificar toda una existencia, toda una vida. Eso me sucedió. En ese momento yo fui el centro de su atención, el centro de su universo.
Luego de ese encuentro, solo fueron miradas, muy profundas, que intercambiamos. Los ojos, a veces, son un lenguaje muy fluido.
Al final de ese año, Elizabeth presentó su renuncia y se marchó de Liverpool. No supe más de ella. Mi vida continuó en la monotonía acostumbrada hasta que hace un mes mi hermano me informó, desde Londres, que se había encontrado con ella. Era soltera todavía y estaba sola. Eso nunca lo supe antes. En mi interior una pequeña luz de esperanza se prendió a pesar de las tres décadas pasadas. Le pedí su dirección y le envié una carta. En ella le confesaba mi amor y le prometía esperarla todas las noches en el tren de las diez. Tal vez el texto le causo risa, tal vez tristeza. No lo sé. No he recibido respuesta.
Ahora me encuentro en esta desolada estación de trenes, en una fría banca de madera, solo esperándola. ¿Vendrá?. No lo ha hecho hasta ahora.
¿Soy un estúpido por esperarla, no solo ahora sino por treinta años? ¿Esta noche será como las otras?. ¡ Que ridículo debo ser !.
Los pasajeros de las diez comienzan a descender. Todos son iguales o por lo menos, así me parecen. Solo la última pasajera me intriga. ¿Será ella?.
Es una mujer esbelta, con vestido negro y sombrero de igual color. Muy elegante por cierto. Se desliza por las escalinatas con gran feminidad. Me le acerco porque no puedo distinguir su rostro. Cuando estoy lo suficientemente próximo, la mujer levanta la cabeza y veo sus ojos, tan azules como cuando la conocí. Algunas arrugas en las mejillas y comisuras de labios, delatan sus cincuenta años. Pero su belleza no la ha abandonado. Es hermosa.
― ¡Elizabeth! Cuanto me alegro que hayas venido ― con una inusitada determinación, desconocida hasta este momento, la abracé.
Ella no se resiste. Luego me replego para volver a ver sus ojos y noto lagrimas en ellos.
― ¡Dime algo Elizabeth, por favor!. Cualquier cosa, pero no te quedes en silencio.
Le había confesado mi amor por carta y ahora la tenía en frente y solo podía decirle eso. Los resabios de mi timidez no me habían abandonado del todo.
Ella me toma del rostro con sus dos manos y me dice algo que me estremece hasta los huesos:
― ¿Será tarde para comenzar? ― Esa pregunta me había torturado todo este tiempo y ella la exhibe descarnadamente.
Todo parece de ensueño. Una joven mujer que había conocido hace treinta años y solo unos breves contactos y el amor naciendo para la eternidad…¡sé que no es creíble!; pero yo estoy aquí y ella también, es real.
La vuelvo a abrazar y le susurro en el oído:
― Por supuesto que no es tarde amor mío. Jamás te soltare. Cometí un error que me costó treinta años, no lo cometeré nuevamente.
― Pero no sabes nada de mí ― musita con indecisión mientras la tengo aferrada a mi pecho.
― Eso lo descubriremos juntos Elizabeth ― le respondo, aquietando su incertidumbre.
Desde la oscuridad de mi alma, desde la soledad infinita, una luz muy lejana logro visualizar, es solo eso, una pequeña luz, pero, oh Dios…no la dejare escapar esta vez…
En mis oídos resuenan las palabras que constantemente mi madre me decía: “el verdadero amor, hijo mío, solo se logra con un gran sufrimiento. El otro, el banal, el que se conquista con facilidad, no vale la pena”.