Prefiero a los amantes que los amados. El amado vive de retoños marchitos, de pequeños arrebatos del ayer, a ese le dejo mis verbos, mas no mis caricias, abandono a su sed insaciable la tilde del pasado, aromas que no concibo recordar, y uno que otro besito blasfemo, como los que soltaba a María en su templo sagrado porque la veía tan solita allá entre tanto recorte de ángel dorado, y su hijo encaramado sobre la cruz, llorando detallitos barrocos de sangre, parecía tan ocupado mirándose los pies o el mundo que en ese entonces me parecía lo mismo.
Al amado le dejo también mis lecciones de algebra, porque de nada me sirvieron, y de nada me sirve el amando si solo logro verle en recuerdos desganados. Le dejo al amado aquella tarde, en la plaza de las Vizcainas, el sol y sus pocas calorías, los árboles, las funciones de ballet a las que no fuimos porque no eran días de complacencias, le dejo diez años de suspiros, y el resto me los bebo, tan incalculables me son. Le dejo la lluvia inesperada, renuncio a las suelas de nuestros zapatos corriendo bajo el diluvio, desatiendo al atuendo audaz de su aliento sobre las terribles ganas de besar, de pecar como se peca en los conventos, con necia humildad. Consiento a otorgar todo esto al amado, sea yo bajo falsas acusaciones declarado avaro.
Del resto, de los amantes, me encargo con devoción. Me despellejo de ellos, y no les dejo nada, compartimos, comemos del mismo plato, en la fraternidad del “ya te vi, ¿a que hora sales por las tortillas?” gozamos todos, impúdicamente del sufrimiento, del otro, del amado.