Te conocí bajo el desvencijado alero de una tienda mientras se deshacía la noche con la lluvia, y éramos apenas fútiles siluetas salpicadas por el chasquido del agua azotando las baldosas.
Ajena, tu presencia me ofrecía sin embargo una inadvertida cercanía en el andén de aquel improvisado refugio en el que coincidimos. Estabas húmeda y trémula entre el frío y la espera. No sé si sentí tu soledad o tú la mía en el roce casual de nuestros brazos, pero al mirarnos una ventisca tibia pareció recorrernos.
Creo que tus achicados ojos sonrieron un instante, aunque tristes, goteando sobre sutiles y graciosas bolsitas palpebrales, y no sé por qué extraña razón supuse que llorabas. Seguro de estar equivocado, no me detuve en lo absurdo de la idea, sino en la firme anatomía de tu figura que corrió de pronto desafiando el chubasco, y entonces, sin entender aún, decidí también marcharme, sabiendo que un momento, en un leve sorbo de tiempo, seríamos sólo sombras alejándose en la noche solitaria, demasiado oscuras, demasiado sombras para tocar la vida.