No es tan difícil que me enamore, basta con una carta a mano, (preferiblemente dos) de aquellas escritas por primera vez hace 500 años (antes de que Cristo viniera) en manos de la reina persa o parecida a las últimas líneas de Beethoven.
No es tan difícil que me enamore, basta con ser y que yo lo sienta, basta con que me expliques ¿cómo tomar por testigo en aire de tus palabras públicamente? (para encontrar un argumento donde entienda que si te escucho aprenderé a respirar).
No quiero un cuadro Brueghuel de Velours en el museo de Milán, quiero el imperio de una sonrisa. Te juro que me enamoro si no existe centro de gravedad, tal vez si le decimos a Venus que nos deje volar alrededor de mil aves y suponemos nadar dentro de la atmósfera de quienes dirigen sus ojos hacia el cielo. Te juro que me enamoro si vamos a Egipto sin ningún temor de ahogarnos en el Nilo (abiertos a interpretar juntos y a nuestra manera el sacrificio de Isis).
No es tan difícil que me enamore, en todo caso, me estoy perdiendo y sin embargo, queda claro, empiezo a abandonar costumbres (o quizás inicio a obviar lo eterno y así vivir de momentos).
No es tan difícil enamorarse cuando el escritor encuentra a la niña que cree lo que a su vista no llega y con sus alas pequeñas la impulsa a volar. Al final de todo, cuando las estatuas de París bailan y los poetas vuelven al jardín, nada es tan difícil.