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ROSAS MARCHITAS AL ATARDECER

De niña, cuando mi abuela reposaba en su majestuoso jardín, yo solía acompañarla cuando la tarde comenzaba a desfallecer. Lo que siempre me conmovió eran los rosedales. Esas hermosas y brillantes creaciones de la naturaleza que en la mañana rebosaban de vitalidad, de insultante belleza, de energía que hacía que todo fuera  más hermoso de lo que realmente era, al atardecer se tornaban opacas. Se teñían de un rosado amargo, desabrido, descolorido. El ocaso caía inevitablemente sobre ellas.     

En ese momento, en ese preciso instante, en el cual el sol comenzaba a hundir sus poderosos rayos en la lejanía del horizonte, mi abuela se sumía en un silencio impertinente, no importaba si la conversación era de lo más interesante, solo se enmudecía y sus ojos se quedaban observando como la despiadada oscuridad de la noche, con sus imponentes tentáculos, comenzaba a lacerar la belleza de la luz y sus preciadas rosas desaparecían silenciosamente ante sus ojos.    

Ella murió hace varios años, apaciblemente en su jardín y mis recuerdos vuelven a ese lugar y me siento como una de esas rosas que perecen cada día, cada noche. La oscuridad de mi destino me agobia, me ahoga, a veces, casi no puedo respirar. Mi abuela veía lo que yo veo ahora. Lo marchito de la vida, el ocaso de la existencia, en definitiva: la muerte.

He sido amada, pero solo por mi belleza. Pero eso no me basta. No es suficiente. Necesito algo más. Mis admiradores me acosan, los medios me agobian, no tengo vida propia. Todo lo que hago es público, hasta mis lágrimas. No tengo privacidad. Solo soy un espejo, algo en los que todos quieren reflejarse pero nadie quiere ser un espejo. Soy un objeto; más bien, una rosa, algo que se marchita cada atardecer y nadie parece notarlo.

 Estoy en la cima y sin embargo me siento en la ladera. Nadie me comprende. Yo solo quiero ser una mujer, solo una mujer, y que me quieran por lo que hay en mi alma. Eso jamás ocurrirá. Jamás seré amada así. Solo seré deseada; admirada, y cuando mucho, envidiada. No puedo seguir así. No puedo ser solo un objeto de deseo, nadie ve que detrás de ello soy una mujer, un ser humano, alguien que sufre: me siento como una niña en ese rosedal, clamando por no perecer en la oscuridad de la noche.

Mi belleza es eso, solo eso. Me casé tres veces, nunca puede estar sola, pero sin embargo lo estuve siempre. Ninguno de ellos me comprendió como yo era  en verdad: ni James, Joe o Arthur. Tengo treinta y seis años y ya no puedo seguir. Grito con todas mis fuerzas y nadie me escucha. Esta habitación es mi rosedal. Veo como el sol, a través de mi ventana, comienza ponerse en el horizonte y como una rosa me marchito al atardecer. Debo resistir pero no sé por cuanto tiempo ni para qué. Nadie me ama como yo quiero. La oscuridad comienza a rodearme y le temo. ¡Ya no más! No soy fuerte, soy débil. Si supieran cuan débil soy.  

Este ramillete de pastillas es mi destino. Mi solución. Esto tal vez me lleve al ocaso, al destino que debo transitar: qué sentido tiene demorarlo. Estaré bien, lo sé. La noche ya se ha adueñado del rosadal de mi vida, las rosas se han marchitado, solo falta la estocada final.

Nota: Norma Jeane Mortenson (Marilyn Monroe) falleció en la madrugada del 5 de Agosto de 1.962 en Brestwood, California (EEUU) producto de una sobredosis de barbitúricos.

 

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