Yo quería escribir. Todas las mañanas me despertaba como si alguien me estuviera pisando el pecho. Sentía como un puño que me estrujaba fuerte la garganta y nada podía pasar por ahí. Atragantada, atorada.
En el trabajo, la angustia de las palabras que me presionaban. En la calle, situaciones que se me atravesaban insistentemente para que yo hiciera algo, pero nada. Frases mal logradas, imágenes que me atormentaban pero no salían.
Mi vida no era una vida, era clasificación semántica y contextual, buscando un orden sintáctico o apenas una representación en palabras. Si discutía con mi marido de pronto estaba dentro de mi mejor poema. Al visitar a mi abuela me encontraba de repente imaginando la novela que me haría famosa. Mientras hacía el amor, escupía el mejor cuento erótico jamás contado. Pero no podía escribir.
Todas las noches, tomaba una hoja, una birome y ahí entonces lo intentaba, una vez más… Pero el blanco de nuevo parecía hacerse doblemente blanco. Nada. No salía nada. Todo lo que durante el día me acosaba, cuando tomaba la hoja se convertía en nada.
Visité a mi doctor. Estoy enferma le dije. Miro una hoja y desvanezco. Paracetamol, amoxicilina, aspartamo, deme algo que me haga escribir, le dije.
Ahí fue que me dio pase al psicólogo. Conductismo. Conductivismo. Gestaltismo. Psicoanálisis. Hipnósis. Pero la hoja seguía ahí, en blanco.
Y entonces comencé a contar mi calvario. Esta pena profunda por querer escribir. Esta traba infinita que alteró hasta a mi desorden.
Y pasó lo inesperado. Mis extremidades abandonaron su rigidez, mis mandíbulas relajaron y un suspiro largo y profundo recorrió de punta a punta mi cuerpo.
Me encuentro entonces temblorosa con una hoja aplastada por mi mano izquierda y mi muñeca derecha. Una colonia de hormigas pareciera tiñó el blanco como salpicándolo. Y ahora la hoja tiene un párrafo, tiene muchos y puedo apenas leer, antes del al fin conciliar el sueño con sosiego, que al comienzo dice: “Yo quería escribir…”.