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Durante toda mi vida, la muerte ha sido una constante. Desde muy pequeña, tuve que enfrentar el fallecimiento de mi padre, el de mi abuela, mi madre años más tarde y finalmente el abuelo. Me encontré a los 10 años de edad sin familia cercana, sola y sin entender los caminos sinuosos que el destino había dispuesto para mi.

Tal vez, en otras circunstancias, nunca hubiera podido salir adelante corriendo el riesgo de vivir como una fracasada con el estigma de la tragedia marcado en mi frente. Pero no fue así, la tía Arcadia no lo permitió. Era una mujer tan gorda como buena, siempre llevaba el cabello recogido en un chongo y aretes descomunales colgando de sus orejas. Vestía blusas amplísimas y faldas largas con gran vuelo que lejos de disimular su volumen, lo hacían más evidente. Cuando caminaba moviendo las caderas como las grandes campanas de las iglesias las docenas de pulseras que decoraban sus muñecas sonaban al chocar entre si.

Era pintoresca, agradable, siempre alegre, cantaba todo el día. Muchos creían que estaba medio loca. Constantemente la sorprendía mirándome, entonces se acercaba a mi para acariciar mi cabeza con ternura mientras murmuraba: Mi niña, pobrecita de mi niña.

La tía Arcadia tenía un consultorio espiritual en donde leía el tarot, la mano, los caracoles, el café y lo que se le ocurriera, realizaba limpias, hacía amuletos para la buena fortuna, otros que amarraban al ser amado, los útiles para atraer al dinero, la suerte, el éxito y cualquier cosa que se necesitara con urgencia. A un costado de su consultorio tenía una tiendita donde uno podía conseguir velas de todas formas y colores, veladoras, cirios, estampitas de cada uno de los santos, pirámides, muñecos, elefantes, piedras de diferentes colores, tamaños y procedencias, collares, pulseras, colgantes para las malas vibras, para la protección y la prosperidad, borreguitos para la entrada de la casa, canelas para las esquinas, lociones hechas por ella misma y que llevaban títulos tan singulares como simpáticos, de esta manera, se podía leer en las etiquetas de los frascos: loción abrecaminos, ven a mi, yo puedo más que tú, sal de mi vida salación y cosas por el estilo.

Todo el día entraban y salían personas en busca de sus servicios a las cuales atendía con gran paciencia y atención. Los años a su lado significaron una sorpresa tras otra. Me ayudó a sentirme nuevamente feliz y segura a su lado dándome independencia y libertad al tiempo que cariño y bases morales firmes que me han ayudado a ser una mujer de bien.

Estaba por terminar la preparatoria sin saber realmente a qué deseaba dedicar mi vida. Una noche, me levanté de la cama fastidiada porque no conseguía dormir, preocupada por las decisiones que tenía que tomar y que, no obstante, no terminaba por resolver. Salí de la recámara y encontré a mi tía estirando en el piso una masa elástica con el rodillo de la cocina.

-¿Qué haces?- Pregunté divertida -¿vas a cortar galletas en el piso o qué?

-No -respondió ella sudorosa y visiblemente cansada- Hago un corazón con pasta de sal. Uno grandísimo que decore la pared de mi consultorio espiritual. Todavía lo tengo que hornear, luego lo pinto y lo decoro.

Pasé el resto de la noche dibujando el corazón gigantesco, luego lo pusimos sobre la masa estirada y lo cortamos. Acto seguido, lo humedecimos con agua para desvanecer las cuarteaduras e hidratar la masa antes de someterla al calor del horno y...entonces caímos en la cuenta de que no cabría dentro de él. Por lo cual, lo cortamos en 4 para proceder a cocerlo por fin.

Nos sentamos en el sillón de la sala a conversar. Mirándola con esas pantuflas en forma de conejo dentón, la bata de dormir en color rojo y azul marino a cuadros que le daban el aspecto de un enorme tarro de galletas y el cabello alborotado enmarcando su rostro regordeto de mejillas encendidas sentí unas enormes ganas de abrazarla y hacerle sentir el agradecimiento inmenso que me embargaba cada que la tenía cerca de mi. Pero no lo hice.

Nos acurrucamos cada una en un sillón y yo me quedé dormida por fin. Pero no por mucho tiempo, me despertó un sonido que nunca olvidaré: era la respiración agitada y forzada de la tía Arcadia que trataba de salir de la cocina deteniéndose de las paredes, me miró con los ojos inundados de terror mientras seguía jadeando con dolor.

Corrí hacia ella para ayudarla a sentarse en una silla, como pude la acomodé, cuando tuvo mi cabeza cerca, puso su mano sobre ella como cuando era niña y con dificultad la acarició mientras murmuraba con esfuerzo: Mi niña, mi pobrecita niña.

Fueron sus últimas palabras. Cuando, ya en el hospital, el doctor salió, adiviné lo que me diría en cuanto vi su rostro, ya lo había vivido una y otra vez en el pasado. La tía Arcadia había muerto.

-“Fue el corazón que ya no le respondió” -me dijo.

Ahora sí que me había quedado sola. Entrar a la casa sabiendo que no estaría nunca más ahí fue una tortura. Pasé los días siguientes al funeral encerrada en casa llorando sin comprender ¿por qué la gente muere? ¿por qué el corazón de la tía Arcadia no pudo más si ella era tan alegre, tan buena? Me arrepentí por no haberla abrazado aquella noche.

Entonces abrí su armario y comencé a sacar sus cosas acomodándolas sobre la cama intentando volver a sentir su olor a hierbas y esencias penetrando por mi nariz. Una caja metálica al fondo del mueble llamó mi atención. La saqué con cuidado, pesaba un poco...al abrirla, montones de hojas manuscritas saltaron al sentirse liberadas de tanta presión.

Las levanté y miré la letra reconociendo el trazo de la tía Arcadia en cada una, pero cuando empecé a leer lo que decían, mi asombro no tuvo límites: eran poemas, decenas de poemas que hablaban de tantas cosas: su primer amor, la desilusión del rechazo, la entrega incondicional, las noches y días sin él, el dolor de atestiguar la unión del hombre amado con otra mujer, los celos, las tristezas, el infinito dolor que atacó su corazón...mientras leía lloraba, porque nunca adiviné que estuviera guardando y sobrellevando una carga emocional tan grande. Mi admiración por ella crecía mientras los versos avanzaban ante mis ojos, algunos improvisados, otros más trabajados, los recientes, a fuerza de tanto escribir, aparecían impecables, pero unos y otros reflejaban la pasión, el dolor, el amor...todos esos sentimientos que se agolparon en su interior y que jamás fueron sanados ni comprendidos. “Fue el corazón que ya no le respondió” -había dicho el doctor.

Recordé el corazón de pasta que se había quedado abandonado en el horno. A consecuencia de la pena por la muerte de la tía, mi alimentación consistía básicamente en emparedados de jamón. Saqué las charolas con los trozos de corazón y me dispuse a salir de casa con rapidez llevando los manuscritos en las manos.

Regresé con los poemas fotocopiados y otros utensilios que eran necesarios y me aboqué a realizar mi tarea. Comencé a cortar las copias y a pegar pedazos de poemas indistintamente en cada una de las cuatro partes del corazón hasta lograr cubrirlo todo. Quedó como un rompecabezas sin pies ni cabeza con versos que quedaban cortados para colisionar con otros que comenzaban de nuevo, unos de cabeza, otros de lado...las palabras salidas del fondo del corazón de aquella maravillosa mujer dando vida y forma al otro que había sido creado durante sus últimos minutos de vida.

Ese gran corazón era su espíritu, constituía todo lo que ella sintió y padeció mientras vivió. Aparentemente, no tenía más compañía que la mía, pero no era así, en ella latía ese gran amor, que aunque fallido, le dio la oportunidad de saber lo que era la pasión, el enamoramiento, las lágrimas de la decepción.

Aún tengo conmigo sus poemas y aunque ya pasaron 10 años desde aquel día, el corazón de pasta de sal decora la pared del fondo del consultorio espiritual que ahora yo atiendo. Tomé la decisión por fin y opté por estudiar astrología y ciencias ocultas. Ahora mismo, mientras escribo esta historia, el más pequeño de mis dos hijos, Sebastian, camina tambaleante estrenando sus recién conquistados pasos hacia la pared en la que el corazón partido en trozos parece llamarlo, mientras balbucea: tía...tía.

Elena Ortiz Muñiz

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