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El prado tenía el fuerte aroma del césped húmedo luego del frío rocío de la noche.

Allan y Karen tomados de la mano, caminaban apaciblemente. El sol comenzaba a desperezarse con sus magnificentes rayos.

El amor flotaba en el aire. Celebraban los tres años de un matrimonio muy feliz. Su cabaña alquilada estaba a unos cuantos pasos de allí.

Nada podía ser más perfecto. El lago circundante se desangraba por los rocosos contornos de la colina, aportando la serenidad de las almas.  

Allan abrazó fuertemente a Karen, hasta casi quitarle la respiración. Con una voz muy suave le susurró al oído:

-Eres todo para mí. Moriría sin ti.

Ella,  con sus suaves manos,  le despejó el pelo lacio y rubio de su rostro y con una voz muy sensual, le contesto:

-Quiero tener un hijo.

Esas palabras fueron como dardos envenenados directos a su corazón. Ese hermoso cuadro romántico se interrumpió de repente. Todo se oscureció. El silencio del lugar fue más silencioso.

El la amaba profundamente, pero no quería nada más. Ella era todo y no necesitaba otra cosa. Un hijo significaba compartirla y él no quería eso.  

Bajo su mirada mientras seguía abrazándola.

La amaba tanto, a su manera, que no podía negarle nada. Le mintió.

Volvió a mirarla fuertemente a los ojos, que con el sol se le transparentaron en un celeste aún más claro y no pudo más que decirle:

-Si, por supuesto amor mío -  y luego la beso apasionadamente en la boca.  

El embarazo fue difícil. Las complicaciones comenzaron en los primeros meses. La salud de Karen se quebrantó.  

El día del parto, los médicos entraron en la sala de cirugía, había que practicarle una cesaria.

Allan quedo en el corredor. La angustia se apoderó de él al pensar que la podía perder.   

Luego de un par de horas, el médico en jefe salió y se le aproximó lentamente, mientras se desabrochaba su barbijo. Con una voz apesadumbrada le dijo:

Lo siento, hicimos todo lo posible pero no pudimos salvar a la madre. – Luego acotó, casi con frialdad – la niña esta bien.

Allan temblaba y sudaba muchísimo. Instintivamente tomo con sus manos fuertemente el cuello del médico y desaforadamente le grito:

- ¡No puede ser! ¡No es verdad maldito! ¡Que le hicieron!

La desgarradora escena es interrumpida por tres enfermeros que lograron separarlo y evitar que el médico se asfixie.

No quiso  ver a la recién nacida. Su dolor era profundo. La culpo de inmediato. Ella encarnaba todo lo que un hombre puede odiar.

La madre de Allan tomo a su cargo el cuidado de la niña y la llamo Anastasia.

Los años se deslizaron en este camino de oscuridad. Allan solo la veía por obligación y ante los insistentes ruegos de su madre. Los encuentros eran fríos.

El no quería sentir eso como padre, pero su naturaleza era superior. Los ojos de Anastasia le recordaban lo que había perdido con su nacimiento.

El dolor y el resentimiento se catalizaron en esa inocente niña.

La abuela de Anastasia murió y ella ya no era una niña sino toda una mujer.

Jamás sintió culpa por la muerte de su madre ni odio hacia su padre. Tal vez las largas charlas con su abuela, una mujer muy bondadosa y piadosa, le ayudaron a comprender a sus progenitores.

Allan había envejecido prematuramente. Una falla renal lo obligó a diálisis. El transplante era su única salvación.

Anastasia se enteró de la situación de su padre y no lo dudo. Hizo las pruebas y era compatible.

Esa mañana, en el hospital, ella entró en la habitación a verlo. Las miradas se entrecruzaron y él le dijo, sin más:  

¿ Por que haces esto ?. ¿ No me debes nada ?.

Anastasia, cuyo corazón estaba en paz, solo le dijo:

- Padre mío, el infierno en el que vives, tú mismo lo has creado. Yo solo vengo a rescatarte.   

Allan trago amargamente la escasa saliva que se encontraba en su boca. Sus ojos casi no la podían ver directamente, las lágrimas se lo impedían.

- ¡Perdóname Anastasia!; no he sido un buen padre y estoy profundamente arrepentido. – temblorosamente extendió su brazo, tratando de tomar las frágiles y pequeñas manos de su hija.

Un fraternal abrazo concluyó el encuentro.   

La operación quirúrgica estaba programada para el día siguiente.  

Durante la noche, Allan se levanto de la cama y se acerco con mucha dificultad a la ventana; miro fijamente el horizonte y solo pudo ver el camino de odio que había construido todos estos años. Sintió que no merecía el obsequio de su hija. En un acto que él consideraba justo, tomo coraje y se arrojó al vacío.

“Somos lo que sembramos. A veces, el perdón no es suficiente para redimir una vida”.  

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