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Introducción

En una época muy lejana de un tiempo muy cercano, en un mundo hecho sólo de materia, donde la ilusión no tiene presencia y el futuro no existe, Juan el Peregrino, recostado sobre un montículo de piedras, donde la aridez hiere de muerte a la tierra, partida y sin vida coronando el calor intenso con mayor dureza el rudo paisaje.

Mirando el horizonte lejano, llano, pétreo, con su vestimenta rudimentaria, Juan el Peregrino tuvo una visión reveladora.

Un ángel se le presentó en medio de ese desierto, donde la soledad se enseñorea con ese ser viviente, quizás el último de la especie humana en la inmensidad terrenal.

Juan preguntó entonces con cierto desdén, porque ya no creía en ningún ser sobrenatural, Dios los había olvidado y el joven peregrino se había abandonado a su suerte, sin fe, sin esperanzas:

-¿Quién sois?

-Soy el Enviado de mi Señor.

-Y ¿Quién es vuestro Señor? – preguntó maliciosamente el peregrino.

-El que todo lo puede.

-¿Dios? – interrogó entonces Juan

-El mismo – respondió el enviado.

-Y ¿por qué yo?  ¿Acaso…  Él no sabe  que soy ateo?

-¿Habéis mirado dentro de vuestro corazón? – preguntó entonces el ángel.

-Aún funciona, Enviado y creedme  que por un limitado tiempo, estoy preparado para morir y ser un cuerpo que se consumirá en este infierno.

-Mientras tengáis vida, deberíais pensar en que hay muchas cosas que podríais realizaros.

Juan el Peregrino observó la belleza de este enviado del cielo, solo podía distinguir aquellos ojos azules, ya que toda su persona como su vestimenta eran de una tonalidad blanca que destellaban ante sus ojos cansados, a pesar de su juventud, los ojos del enviado personificaban la mirada de un anciano, no tenía alas, como se los representa en los templos o en las películas, algunas que viera cuando niño. Al cabo de unos segundos, tras la observación hecha al enviado del cielo, preguntó:

-¿Qué cosas podría yo hacer?

-El Señor me ha enviado para ofreceros una misión tremendamente difícil.

-Entonces ¡decídmelo ahora! – manifestó un tanto molesto Juan.

-Deberíais predicar y orar para que el mundo vuelva a tomar su ritmo. Dios observa que tenéis condiciones para desempeñaros el rol que tiene asignado para vos. Os diré algo más,  sois el numero 7, es decir que hay seis delante de vos que han comenzado a trabajar.

-Y ¿Qué podría éste humilde peregrino recibir a cambio?

-El perdón de vuestros pecados.

-Entonces ¿Debo abjurar de mi posición atea?

-Sí vais a predicar la Verdad, deberíais creer en La Palabra.

-¿La Palabra? –preguntó con ironía - ¿De qué Palabra me estáis hablando Enviado?

-La que os será revelada por la acción del Espíritu Santo.

A esta altura de los acontecimientos, el Peregrino no comprendía el mensaje de aquel extraño enviado. El conocía el Nuevo Testamento y según había leído que el Espíritu Santo bajo hacia los apóstoles y éstos recibieron la Palabra de Dios, entonces, ¿qué sentido tenía ahora de revelársele la Palabra si ya había sido otorgada dos mil años atrás.

-No entiendo, no  vengáis con cuestiones que éste cerebro no podría comprender, Enviado – exclamó irritado el Peregrino y añadió con vehemencia – la Palabra ya fue revelada hace dos mil años.

-Nunca fue revelada – respondió el ángel.

-Cuando Jesús ascendió…

-¿Quién es ese Jesús del que me estáis hablando? – Preguntó el ángel- No lo conozco.

-¿Qué? – exclamó el Peregrino y pegó un brinco que saltó desde la roca donde aún permanecía hasta la dureza de la tierra.

-Lo que habéis oído, Peregrino.

-Entonces  no venís de – hizo una pausa e indicó hacia arriba, hacia el cielo – provenís de…- e indicó la profundidad de la tierra..

Ahora el que parecía no comprender nada era el ángel, movió su cabeza en distintas direcciones de izquierda a derecha y por fin pudo pronunciar:

-Me envía el Señor, el Supremo Hacedor del Universo.

-¿Y su hijo unigénito? – preguntó aun más confundido el Peregrino.

-No queréis comprender – insistió el ángel – he venido porque habéis sido el elegido por El, que todo lo ve y todo lo sabe.

-Os he preguntado por su hijo unigénito.

El ángel sin comprender, se alejó del Peregrino y concluyó con una sentencia:

-No habéis querido aceptar la voluntad de Aquel que me envió.

-Vos no habéis querido responderme – replicó muy enojado el Peregrino – evadisteis una respuesta trascendental.

-Vos ¿Decís ser ateo?- preguntó el ángel haciendo caso omiso al reproche del Peregrino.

-Lo soy. Y lo seré más aún a partir de vuestra maldita aparición. ¡Vade retro!

El ángel desapareció de la misma manera que había aparecido momentos antes en presencia del único ser que se encontraba en aquel desierto.

Juan el Peregrino restregó fuertemente sus ojos  como queriendo despertar de una espantosa pesadilla, no comprendió que el tiempo y el espacio habían cambiado súbitamente. No había tiempo. Se había esfumado ¿otra dimensión acaso? No lo supo ni siquiera lo reflexionó. El estaba allí en el mismo lugar, pero su tiempo era otro, su espacio había cambiado, se había estrechado, casi lo asfixiaba, no comprendía que era lo que había sucedido.

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