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Un proyecto de ley que tiene tanto de serio como de gracioso acaba de presentar al Congreso un senador colombiano que con él se volverá famoso. Y sería sólo gracioso si no fuese porque se entromete en la vida privada de los colombianos, un fuero que habitualmente es inviolable.

Pretende  el curioso senador Edgar Espíndola legislar sobre la infidelidad y sancionarla. Peligrosa intromisión por la que pueden colarse nuevas leyes que terminen por quitar toda su libertad el ciudadano.

¿Qué hay tras del proyecto de ley del senador Espíndola? ¿Búsqueda de notoriedad? ¿Un proyecto fundamentalista de corte musulmán? ¿La imposición de una teocracia? ¿La manifestación –Dios no lo quiera- de una neoplasia cerebral del proponente?

Arduas batallas libró el hombre hasta conquistar su autonomía, hasta volver en el siglo XX a ser dueño de sí mismo, para no defenderla con ahínco. ¡Proscrita del mundo ha de quedar la Inquisición por siempre!  Yo me pregunto: ¿Será práctico –lo moral y lo legal es otro cuento- legislar contra la infidelidad, cuando hasta los que la niegan son culpables? ¿Pasará el proponente todos los filtros morales cuando todos los colombianos le pongamos la lupa a todas sus acciones, públicas como privadas? ¿Será verdad que quien más proclama la virtud menos la tiene? De convertirse en ley el esperpento propondría para salvar del castigo a los infieles un artículo en la ley que también  prohibiera el matrimonio,  como fuente que es de la infidelidad, y responsable sin atenuantes de las insatisfacciones y el  hastío que se ven obligados los cónyuges a remediar en otros brazos

Pero reflexionando con menos ardor y más sosiego, comenzaré por afirmar que las promesas de amor son insensatas, que los juramentos de fidelidad no tienen validez alguna, que se hacen ante los altares por costumbre; y con sinceridad y sin que norma alguna lo demande, cuando el dictado momentáneo del corazón lo ordena. En esas condiciones nadie suele ser perjuro, porque cuando jura está convencido de su juramento bajo el efecto sicotizante del amor, que pasa por alto el instinto poligámico de la especie humana. Cuando se recupera la cordura queda sin efecto la promesa. ¿Merece sanción legal esa conducta? No –es mi parecer– tomando la tradición jurídica como sustento. Nunca una incapacidad mental temporal o permanente responde ante la ley. Y quien jura por amor de hecho no se encuentra en sus cabales.

No es ideal la infidelidad, pero estamos erróneamente tachándola de falta, todo por desconocer la naturaleza humana, que responde a leyes escritas en los genes. Leyes que sobrepasan la especulación del hombre que pretende interpretar a Dios poniendo en sus labios todo tipo de prohibiciones y mandatos. Enfrentamiento entre la realidad y la suposición dogmática que lleva al quebrantamiento clandestino de las normas por los “virtuosos” que públicamente las defienden.

El Estado y las leyes son, hasta cierto punto, necesarios, pero en sus excesos atentan contra el hombre. Resulta absurdo que toda actividad humana deba ser normada cuando el libre albedrío es inmanente al hombre, y sus decisiones tienen un marco más exigente que la ley: la conciencia – concepción interior del bien y el mal– y a la que corresponden las decisiones sobre los comportamientos más íntimos del individuo.

El hombre puede comprometer un bien, un patrimonio, responder por una manutención o unos cuidados, pero no podrá jamás ante una ley comprometer sus sentimientos, porque paradójicamente aunque los sienta no le pertenecen, son caprichosos: el amor no se somete a reglas.  Lejos está el proyecto de arreglar los hogares con normas punitivas, más probablemente se convertirá en otro motivo  para que las parejas evadan el matrimonio, una institución que para no pocos se encuentra en decadencia.

Luis María Murillo Sarmiento

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