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Columna dedicada al programa periodístico ‘Contravía’. El cual solía emitirse los martes, a las 11 de la noche por el Canal Uno de Colombia.

En un horario totalmente indeseado, martes a las 11 de la noche, en un espacio que pocos ven y después de que por fin acabe un programa de superación personal me despierta el tenebroso sonido de la popular consigna “Ay, qué orgulloso me siento de ser un buen…”. La frase está acompañada por la imagen de un pueblo desolado y demolido por la violencia donde el único que se pasea campante por los escombros de sus calles es un burro.

Después de esperar durante una semana por fin ha empezado ‘Contravía’.

Desde el inicio del programa el tema introductorio ya hace una abierta crítica a los problemas colombianos. Mientras la letra musical rescata las virtudes del país, las imágenes –mujeres llorando a sus muertos, rostros con inmutable preocupación y una enorme sonrisa que se dibuja en la expresión de un niño que porta balas para ametralladora- muestran una clara intención de cuestionamiento a las problemáticas no tocadas con profundidad por ningún medio.

Un día en la selva, andando por carreteras de piedra con campos minados por guerrilleros en Nariño; otro con su rostro sudoroso y camisa desarreglada,  hablando con los familiares de las víctimas masacradas en manos de los paramilitares en San José de Apartadó, Urabá, e interrogando en las ciudades a los principales dirigentes políticos, Hollman Morris, director de Contravía, al lado de su equipo periodístico, recorre cada extremo del país con el fin de desempolvar historias que se han perdido en los archivos de los noticieros.

Si bien es una producción periodística de opinión y que representa abiertamente el punto de vista de sus realizadores, el análisis y la investigación van por encima de los juicios de valor en los que se suele caer en este tipo de producciones.  El programa le ha dado luz a rostros anónimos. Ha entrado en casa de las víctimas del conflicto colombiano y les ha dado la oportunidad  para que relaten su historia. El programa, incluso, goza de los matices, ya que cuenta con las versiones de fuentes oficiales, opositoras, las escalofriantes confesiones de los victimarios, además de analistas e intelectuales.

Y aunque en algunas ocasiones no cuentan con una edición ideal -los subtítulos omiten detalles como la falta de signos de puntuación- y su posición editorial sea más que evidente, la profundidad, las imágenes y la confrontación de fuentes sustentan la tesis establecida al inicio de cada emisión. Deja, a su vez, abiertas algunas preguntas indispensables para que el país reflexione y  abra el debate. 

Sin embargo, cuando algún periodista ofrece un programa de este calibre, lamentablemente,  no tardan en llover diatribas y amenazas en su contra. Al acordarse de la voz de la comunidad,  capturar imágenes del conflicto, diferentes de las de archivo y llegar a sitios inaccesibles, Morris se fue convirtiendo en una piedra en el zapato para algunos que creían tener dominada a la audiencia.

Su labor, un claro ejemplo para el futuro del periodismo en Colombia, está extinto y corre peligro. Por eso cada vez que se da otra interpretación de la realidad caen encima todos aquellos que ven amenazados sus intereses. Temen, y lo demuestran por medio de sus intimidaciones, que alguien cuestione los formatos cuadriculados de los noticieros tradicionales.

Algunos deben estar dichosos porque desde hace dos semanas Contravía no se transmite. Afortunadamente no fue gracias a los mecanismos violentos que pretendieron silenciarlo en reiteradas ocasiones, que siempre terminaban con el exilio de Morris. La verdadera razón se debió a la falta de financiación –antes hecha por las ONG europeas- y por eso sus productores tuvieron que cancelar la realización.

Extrañaré esa media hora a la semana que se le dedicó a la investigación y al desempeño. Echaré de menos esperar a que acabe una tanda de programas esquematizados para darme el lujo de escapar hacia la independencia y sentir un enorme alivio con una mirada en contravía.

 

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