Cuando Regina salió del seminario esa tarde, llevaba el semblante pálido y desencajado. Caminaba encorvado, arrastrando los pies. Le había prometido a Dios que le entregaría a su hijo como un atenuante a sus pecados, y ahora, ¡el muchacho abandonaba el seminario! ¿Cómo pagaría sus culpas? No entendía si lo que sucedía era una broma de Dios o si le estaba mostrando su justicia.
Jesús, además de enamorarse, pasaba su tiempo libre mirando libros de arquitectura, examinando las iglesias, escudriñando láminas de templos para tratar de identificar estilos de construcción y antigüedad de acuerdo a sus características y estructura. En pocas palabras, se dedicaría a la arquitectura.
Cuando el padre Juan la mandó llamar, Jesús ya iba en camino al pueblo vecino para buscar a Rosita y confesarle su amor. Después partiría a la capital donde una recomendación de puño y letra del Sr. Obispo le abriría las puertas para ingresar a trabajar con el ahora afamado y eficiente arquitecto que años atrás diseñó el área de los nichos y remodeló el campanario de la iglesia del pueblo en que vivía Regina.
Los años han pasado. Regina sigue viviendo en el mismo pueblo y Jesús en la capital. No solamente está a punto de recibirse sino que tiene un puesto privilegiado en la compañía de ese arquitecto que se ha convertido en su jefe y tutor.
De vez en cuando, acompañado de Rosita y de su protector, visita a su madre en el pueblo donde es respetada y admirada por todos los habitantes a causa de su gran religiosidad y entrega a Dios. Repentinamente, ella también viaja a la capital y regresa renovada y feliz.
Dios tiene una extraña manera de mostrarnos el camino. Y en la experiencia de Regina, para alimentar el alma hay que regalar al cuerpo también. Tal vez, a pesar de los pecadillos, también es posible amar a Dios sobre todas las cosas, con más ganas que nunca si el corazón está contento.
Elena Ortiz Muñiz