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               Sacudida por rápidos temblores, la muchacha observa el cadáver del hombre gordo desde un ángulo del recinto, cogiéndose el vientre.

            -¡Fiorella!-una mujer mayor, plantada cerca del muerto, fija su mirada en ella-. En vez de estar allí parada como un poste, ven a ayudarme, ¿quieres?

            La muchacha adelanta un pie para avanzar, pero, al darse cuenta de que su pierna castañetea en el aire, se retrae y vuelve a quedar inmóvil. Con el rostro en lágrimas, apenas si logra mantener el equilibrio.

            El cadáver, excesivamente carnoso, yace boca abajo sobre la tierra, con un hacha clavada en mitad del cráneo. En casi todo su rostro, cobrizo como una moneda antigua, se forman amasijos revesados de sangre y polvo, a través de los cuales, sus ojos, aún abiertos, conservan una expresión de sorpresa detenida en las pupilas, como si el hombre no hubiera esperado la llegada de aquel final. Los cabellos, trinchudos y entrecanos, dividen su cabeza en surcos, canales por donde transita la sangre proveniente de la herida. Sus brazos descansan sin aparente concierto, abúlicos, y sus manos recogen rastros de arena en dedos y uñas, dando la impresión de haber arañado el suelo en un esfuerzo por resistir el dolor. Las piernas, en las que los pantalones han quedado a la altura de las rodillas, dibujan un ángulo irregular. De la herida, un tajo que separa las partes delantera y trasera de la cabeza, emerge una sustancia gelatinosa y rosada, portadora de un vaho penetrante que atrae ya a las primeras moscas.

            La mujer vuelve a fijarse en Fiorella y, al ver que ella aún sigue temblando, chasquea la lengua y, con una cierta resignación, encorva su figura corta y flacuchenta y se apodera del hacha. A medida que extrae el arma, siente un marcado restallido de huesos e, incorporándose de un salto, la arroja a un costado. Unos zumbidos asustadizos giran a su alrededor. Luego, otra vez inclinada, la mujer coge el cuerpo del hombre por los tobillos y, aunque intenta arrastrarlo, no consigue avanzar más de dos pasos con él.

            -¡Gordo maldito!-lo suelta, mirando con cólera su trasero descubierto, y gesticula, ceñuda- ¡Cómo pesas, carajo!

            Y, cuando descubre a la muchacha en el mismo rincón, igual de alelada, mueve la cabeza, amenazante.

            -¿Y tú, qué esperas, ah?-y alza los brazos-. ¿Una invitación? ¡Ven acá!

            Fiorella camina hacia ella, luchando por vencer su continua tembladera. Tiene la cara todavía húmeda, poblada por algunos cabellos apelmazados, y sus ojitos, redondos y envueltos en un sinnúmero de pecas, destilan unas líneas breves y rojizas sobre el blanco de sus córneas. Sus ropas exhiben tramos de sangre y suciedad.

            -Agárralo de las manos-No bien la muchacha se coloca a su lado, la mujer retoma el cadáver por los tobillos.

            -¿Qué vamos a hacer con él, mamá?-Fiorella contempla a la mujer y al muerto alternadamente.

            -Deja de preguntar, ¿quieres?-y la mujer la estudia a ella desde su arqueada postura, con una suerte de animadversión, como si le reprochara su inactividad-. Ayúdame, más bien.

            Sin embargo, cuando tratan de moverlo, sus esfuerzos también son inútiles. No logran mantenerlo en el aire y llevarlo consigo más que un par de segundos, y, resollando, lo abandonan pesadamente.

            -¡Maldita sea!-la madre escudriña el vientre de la muchacha con un gesto culpable, como si acabara de darse cuenta de la situación-. Solas no vamos a poder.

            Están en un corralón de tierra apisonada, cercado por paredes de ladrillos. En el centro se yergue un infecundo árbol de plátanos, cuyas hojas se extienden hasta el piso, seccionadas en flecos. El cádaver descansa en la sombra que proyecta esta hojarasca singular. Hacia el fondo del corralón, un gallinero de madera deja escapar cacareos de aves y, a un lado, reposan vacías, polvorientas cajas de cerveza. Cerca del hueco sin puerta de la pared, se ve una mesa con herramientas de carpintería y un lavadero de piedra pulida, donde un caño gotea con indiferencia. Los cordeles para tender la ropa cuelgan por encima de sus cabezas. El corralón no tiene techo, salvo el que forman unas cuantas maderas superpuestas sobre el gallinero, por lo que puede observarse la metamorfosis del cielo durante ese atardecer: bancos de nubes, aglomerándose con rapidez, ayudan a oscurecerlo todo, a tapar un sol que ya empieza a morir.

            -Creo que debemos llamar a mi compadre-la madre se percata de las manchas rojas en el local y su ropa y frunce el ceño aún más-. Él nos tendrá que ayudar.

            -¡Mamá...!-Fiorella alza la voz e intenta protestar.

            -No me contradigas y ve a buscarlo más bien-pero la otra la corta con un suave contorneo de sus manos. Luego, como impelida por un resorte interior, mueve su cabeza hacia todas direcciones-. Aunque, primero, cámbiate de ropa-. Y se allega hasta un rincón, donde coge un trapo viejo y un balde de agua, y, afanándose, empieza a lavar los lugares manchados de sangre-. ¡Ah!, y apúrate que ya no tardan en llegar los demás.

            Fiorella atraviesa el hueco sin puerta de la pared y entra a un corredor que la conduce a un pequeño patio, en el cual observa las puertas del garaje, un terreno estéril, techado igual que el gallinero, de la cocina, del baño y del dormitorio familiar, y escoge esta última. En el dormitorio se desviste y contempla sus formas color de trigo ante el espejo: sus pechos crecidos, sus caderas en expansión, su vientre ligeramente abultado. Y vuelve a sentir, de pronto, unas ganas inmensas de llorar. Aunque esta vez se contiene. Piensa que no tiene por qué seguir estando mal, si ya el hombre gordo nunca más podrá hacerle daño. Así que, a pesar de que le dolerá recordarlo, por lo que crece en su interior, lo único que importa ahora es mantener la calma y enfrentarse a lo que viene. ¡Cuánta falta le hace Leonardo en estos momentos! ¿Por qué nunca le dijo lo que sucedía? En la calle un viento fresco arremete contra sus facciones desencajadas y ella lo aspira en continuas bocanadas que reafirman su tenue tranquilidad.

            Fiorella vive al pie del camino principal de un cerro, hacia el cual confluyen una infinidad de callejuelas maltrechas. Para dar con la casa del Compadre, ella sólo tiene que subir hasta la mitad de esa vía. Durante la rápida caminata, entrevé ciertos movimientos en derredor: vehículos paupérrimos que ascienden a duras penas por el camino, chiquillos desaliñados corriendo tras una pelota, un mercadito cuyos vendedores desarman sus puestos de maderas, y hombres apostados en las esquinas con oscuras botellas de licor. A este punto, Fiorella no sabe qué le duele más, si ver la imagen del hombre gordo, que se le aparece a intervalos regulares, o la imposibilidad-está segura-de que el ser incompleto de su vientre sea di Leonardo. ¡Cuánto desearía lo contrario!

            Los postes de la calle encienden sus luces justo cuando Fiorella estira una mano para tocar la puerta del Compadre. En el fondo, también cree que él es el único que las puede ayudar, no Leonardo, del que no tiene noticias desde hace ya varios meses. Pero ¿se lo permitirían sus recelos para con el Compadre, esa férrea desconfianza creada por los comentarios ambiguos que circulan por el barrio: que su mamá y él se entienden mejor de lo que todo el mundo cree, que tienen una relación muy sospechosa, que se estiman más de la cuenta. Toquetea la puerta otra vez. Al menos, gracias a eso, él sí las ayudaría.

            -Hola, muchacha-el Compadre le sonríe con una mueca de sorpresa que a ella le parece exagerada. Es un hombre recio, regularmente alto-. ¿Cómo estás?

            -Mi mamá quiere verlo-Fiorella gira sobre sus talones y avanza sin voltear el rostro-. Ahorita.

             -¡Carajo!-el Compadre, al descubrir el cadáver semidesnudo, queda estático en la puerta del corralón-. ¡Qué...qué...qué ha pasado!

            -¡Qué pregunta!-la madre le sale al frente y coloca sus manos en la cintura-. ¿No lo ves?

            -¡Comadre, comadre!-el Compadre se coge la cabeza y examina a Fiorella de soslayo. ¿Sospecharía algo?-¡Por qué, dime, por qué!

            -No es momento para discutir eso-la madre baja los ojos y echa una rápida mirada a su hija-. Más bien, danos una mano. ¿Qué hacemos para deshacernos de él?

            -Sí, señor-Fiorella, por su parte, observa al Compadre con una expresión dura e inquisitiva-, usted nos tiene que ayudar.

            El Compadre estudia a ambas mujeres por unos instantes en el claroscuro del recinto, creado por la inútil luz de un foco suspendido en la pared, que difumina las siluetas. ¿Es posible que la madre haya tenido la sangre fría para hacerlo? Sí, ya lo ve. ¿Los habría sorprendido en pleno acto? Sí, el pretexto perfecto. ¿Desde cuándo ella lo sabría? Luego, vuelve a fijar su atención en el muerto y repara en el olor penetrante, que embota su nariz, y en los cúmulos de moscas que, rodeándolo, llenan el ambiente de un sonido adormecedor.

            -Al menos, cúbranlo, ¿no?-y da media vuelta y comienza un breve paseo por el corralón. ¡Qué desgraciado! Ni siquiera el vientre de la muchacha lo había detenido. Pero ¿tan ocupado habría estado como para no haberse dado cuenta de la mujer viniendo hacia ellos?

             Fiorella se escurre por el hueco sin puerta del recinto, regresa con una colcha descolorida y la despliega sobre el cadáver. Curiosamente no se observa ninguna suciedad alrededor. La mesa de carpintería, el hacha-por lo visto, certera-que cuelga de un gancho apaciblemente y la pared cercana al muerto están limpias y mojadas. Húmedas manchas se descubren también en la tierra y hasta las hojas del árbol se encuentran desprovistas de su polvo natural. Un trapo flota dentro de un balde de agua colorada.

            -Exactamente qué debemos hacer con él-el Compadre señala el bulto tapado con la colcha.

            -Primero, sacarlo de aquí-la madre inserta sus manos en el lavadero, abre el caño y el agua esparce la sangre por la piedra pulida-. Te recuerdo que ya no tardan en llegar los demás.

            -¿Y después qué?-el Compadre vuelve a divisar el hacha.

             -No lo sé-la madre sacude sus brazos-. En realidad, no lo sé.

            Un gallo canta al improviso y el sobresalto los hunde en un tirante silencio. ¿Sería capaz de seguir adelante? El Compadre sabe perfectamente lo que tiene que hacer.

            -Debemos botarlo al río-espanta a las moscas que aletean en su rostro y se percata a lo lejos de la negrura plomiza del cielo-. De madrugada, si no la gente...

             -Sí, claro-la madre termina de secarse las manos en su ropa y lanza al cadáver una mirada de desdén-. Pero dónde lo vamos a poner a éste mientras tanto.

            -Es  muy  fácil-el Compadre clava unos ojos intensos en la mujer-. Me lo llevo yo. Luego, veremos.

             Al rato, el Compadre introduce su camioneta en el garaje de la casa y entre los tres izan el fardo de la colcha-Fiorella, por sugerencia de la madre, carga sólo una pierna-, se deslizan por el corredor a paso lento y dudoso, como una tríade circense, perseguidos por un enjambre de moscas angustiadas, y, sufriendo hasta quedar exhaustos, lo depositan en la parte trasera del vehículo. Le ponen encima algunas cajas de cerveza, para ocultarlo, y, según el Compadre, para decirle a la policía, cuando pregunte, que él estuvo ahí, a esa hora y con su camioneta, para llevarse esas cajas que la madre le había regalado.

             La madre golpea la puerta despacio y el ruido se esparce en el silencio tenuemente. Es de madrugada, el cielo luce ya una gruesa capa de nubes y por las calles no se advierte a nadie, ni siquiera a ella y a su hija, que tan adheridas están a la oscuridad de una pared que por poco no forman parte de las sombras. Nuevos toques. ¡Cuánto quería acabar con esto de una buena vez!

            -¡Maldita  sea,  Compadre!-ella cruza y descruza los brazos-, ¡Qué espera, abra!            -Denme tiempo de llegar, ¿no?-el Compadre aparece en el vano de la puerta, susurrando, la cara vigilante. Y, apartándose para que las mujeres ingresen, adelanta su cabeza y curiosea hacia ambos flancos de la calle.

            Una vez dentro, su mirada se tropieza con un terreno descubierto y vasto, enmarcado por largas paredes enlucidas. Alrededor no se divisa ni la más mínima vegetación; sólo se percibe, en cambio, bajo los pies y flotando en el aire, una especie de arena escurridiza que envuelve el ambiente. Un débil disco luminoso, amarrado a una estaca, les permite movilizarse en la penumbra. La vivienda, ubicada en el centro del terreno, es un cubículo de esteras y ladrillos.

            -Tome, Compadre-Ella estira, de pronto, una bolsa raída-. Nuestras ropas.

            -¿Qué es lo que piensa hacer, ah?-Fiorella interroga ahora al Compadre con voz despectiva.

            -He planeado algo-y él entorna los ojos y, con un suave movimiento craneal, las invita a seguirlo -. Vamos.

Se dirige, entonces, hacia donde reposa la camioneta, a un lado del terreno. Las mujeres van detrás de él, pisándole los talones, ¿para que no se les escape? ¿Cómo podría? ¿Acaso no está metido en el asunto hasta el cuello? El Compadre trepa al vehículo de un salto, desbroza las cajas de cerveza y arrastra el bulto hasta hacerlo caer al suelo. El gordo, completamente desnudo, queda mirando al cielo y el Compadre, diciendo que así es mejor para lo que tiene que hacer, se apea con un nuevo salto, abre una puerta de la camioneta y extrae un hacha más imponente que la anterior.

-¿Y ahora qué?-Fiorella vuelve a ser controlada por una leve tembladera- ¿No...no lo irá a...?

-Es lo mejor-el Compadre extiende la colcha y acomoda el cuerpo boca abajo, jadeando-. Aunque creo que no lo deberían ver. Apártense.

Pero madre e hija, anestesiadas por la inercia, condenadas a la expectación, no aciertan siquiera a moverse o a interponerse, cuando él, de buenas a primeras, asesta un hachazo veloz al cuello del hombre, cuya cabeza se desprende con facilidad-¿un cuerpo hecho de paja?-, tiñendo la colcha con regueros de sangre oscura. Fiorella se vuelve, impresionada, y, después de dos o tres arcadas, vomita una masa irreconocible a un costado de la camioneta. Ella, por su parte, se emboza el rostro con las manos y reprime sus ganas de imitarla. ¡Tiene que ser fuerte, carajo! La muchacha ahora carraspea y escupe unos últimos fragmentos pegajosos y, ya erguida, lucha por recuperarse de nuevo, absorbiendo continuas porciones de aire, aunque mezclado con la arena escurridiza, lo que la hace toser aún más. Entonces, con accesos incontenibles y agarrándose el vientre, camina hasta llegar a un cañito incrustado en una pared del terreno. Allí echa agua a su rostro y enjuaga su boca. Siguiéndola, ella realiza la misma operación. ¿Tendría sentido pasar por todo esto? ¿Podría iniciar una nueva vida con el Compadre? Y qué diría su hija. ¡Cómo!, ¿acaso no la ha librado del otro para siempre? Debería estarle agradecida más bien. Cuando retornan donde el Compadre, ella advierte que el cuerpo, seccionado en pedazos, nada en grumos sanguinolentos, coágulos chupados mayormente por la colcha.

-Listo-el Compadre, veteado de sangre, lanza un bufido de cansancio y, señalando unos paquetes encima de la camioneta, avienta el hacha y restriega las manos en su ropa-. Ahora hay que meter todo en esas bolsas y costales. ¡Rápido!

Al embalar cada parte en las bolsas y luego en los costales, los tres accionan como por instinto, sin que ninguno se arredre, ni siquiera Fiorella, que coge los pedazos casi con frialdad. Tampoco tiene para elegir, ¿no? Al final, anudan los costales fuertemente y los dejan dentro del vehículo, moviéndose tan de prisa que apenas si les dan a unas nuevas moscas la oportunidad de seguirlos.

-Limpien todo mientras voy a cambiarme-el Compadre parece observar por unos instantes el trabajo de las mujeres: ella envuelve la colcha y la mete dentro de un costal y Fiorella se apodera del hacha tímidamente.

-No se preocupe, Compadre-la madre lo ve alejarse, al cabo, hacia su cubículo de esteras y ladrillos. ¿Sabe él cuánto está arriesgando ella con esto? Sí, de seguro que lo sabe. ¿Lo querría como ella?

Cuando sale, el Compadre coloca sus ropas sucias y las del muerto junto a las otras, y, llevándolas hasta un barril oxidado por detrás de la vivienda, enciende una fogata y las entrega a las llamas.

La camioneta bordea el ligero abismo del río con las luces apagadas; sólo el motor, que ruge levemente, avisa el recorrido. Aun así, nadie de los que vive en la zona se les cruza de por medio y los pocos que desde sus casuchas miserables ven esa rara evolución no sospechan para nada lo que ocurre. En medio del dulce zangoloteo del vehículo, el Compadre atenaza el volante con una expresión gravemente sombría y Fiorella mira las calles absorta. Es la madre, entonces, la única que se ocupa de aventar los paquetes en diferentes lugares, distantes entre sí, con la idea de que si no se quedan en la pendiente, al caer al agua, la corriente los separe todavía más.

El Compadre estaciona el vehículo con una diestra maniobra de retroceso y las mujeres descienden.

-¿Están tus hijos en casa?-el Compadre fija sus ojos en la madre, mordiéndose los labios.-Sí, Compadre-la madre voltea, incómoda, y examina el rostro de su hija-. Los dejamos dormidos.

-Bueno, ¿ya saben lo que tienen que decir, no?-el Compadre sacude la cabeza y aferra la palanca de cambios.

La camioneta se pierde lentamente en la subida del cerro y Fiorella entra en la casa como una flecha y, ya en el corralón, cae sentada al suelo con la debilidad de un estropajo. ¡Dónde estás, Leonardo, dónde! Pero, al pasear sus ojos por los contornos del árbol, se promete, sí, pese a lo que lleva en su vientre, no volver a sufrir por eso. ¡Cuántas veces había soportado la poderosa arma del hombre, y sus besos y caricias, en su cuerpo adolescente y, más tarde, en sus carnes maduras de mujer!

-¿Por qué nunca me lo dijiste, ah?-la madre se pone al lado de la muchacha.            -Por miedo-Fiorella retrae los brazos y acaricia su vientre-. Me decía que si hablaba nos mataría.

-Ya no vale la pena acordarse de eso-la madre se apoya en sus hombros-. Si quieres podemos ver a un doctor. No es muy difícil encontrar uno que...haga... O por qué no lo buscas a Leonardo y le dices que...es suyo. Tu estado es un detalle que no podemos trascurar. Habrá que encontrar una solución, antes de que la policía pregunte.

-No, mamá, Leonardo no-Fiorella inicia un último llanto liberador, a la vez que se distrae pensando cuánto ha cambiado el humor de su madre. De desdeñosa había pasado a ser comprensiva e, incluso, le había colocado las manos en su cuerpo amistosamente-. Lo otro...quizá, ya veremos.

-¡Gordo maldito!, no tenía por qué seguir abusando de ti-la madre le aprieta los hombros con suavidad-. Si lo hubiera sabido desde un principio...

-Pero ¿irán a creernos?-Fiorella suspira hondamente y procura no lloriquear más, pues sabe que lo que viene será duro-. Sí, precisamente la policía.

-Ya no llores, ¿quieres?-la madre aparta sus manos-. No tiene sentido, ya nos deshicimos de él, de nada sirven las lágrimas.

-¿Mis hermanos van a ser los primeros en saberlo?-Fiorella restriega su cara en un brazo y advierte que el cielo de nubes compactas comienza a mandar unas primeras gotas de lluvia.

            -Sí-la madre hunde los ojos en el suelo-. Tengo que avisarles que tu padre ha desaparecido.

 

Este cuento pertenece a la colección de relatos "Los Hombres huecos", que se puede adquirir en la siguiente dirección: http://www.lulu.com/content/3770639

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