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Había una vez un Lápiz muy serio y trabajador, que era el encargado de escribir en las libretas de los niños del tercer grado. Era joven, fuerte, de cuerpo atlético y ojos verdes; vestía muy elegante, con colores muy bellos, como verde, amarillo, rojo, azul y rosa.

Lápiz tenía una gorra roja que nunca se quitaba, y aunque no combinaba con su ropa, le gustaba traerla todo el tiempo, pues era un recuerdo de su primo Lapicero, a quien quería mucho, pero casi no lo veía porque él vivía con los alumnos del sexto año.

Cada día al terminar las clases, Lápiz acompañaba a los niños de tercero hasta su casa. A algunos les ayudaba a escribir en su diario: lo que comían, lo que hacían de tarea, lo que veían en la tele y lo que jugaban. Otros ni siquiera lo sacaban de su morral porque no les gustaba escribir. Aunque a Lápiz le encantaba su trabajo, se enojaba cuando los niños no lo utilizaban.

Lápiz era muy querido por los niños, y cuando se les perdía de vista, lo buscaban hasta encontrarlo. A veces se lo llevaban al recreo y hasta lo invitaban a jugar, pero él siempre se negaba: les explicaba que era muy peligroso porque se le podía caer su gorra, ensuciar su traje o incluso se podía perder, y agregaba muy serio: “el juego es una pérdida de tiempo”.

La realidad era que Lápiz se moría de ganas de jugar, reír y divertirse como los niños, pero sólo sabía escribir; no tenía idea de cómo jugar y por eso se negaba a participar en los juegos, aunque no se atrevía a decírselo a los niños por temor a que se burlaran de él. ¡Ah!, porque vaya que algunos niños eran muy crueles cuando se trataba de criticar: no se tocaban el corazón para burlarse de los demás.

Los días transcurrían y los niños –que eran muy juguetones– aprovechaban cualquier oportunidad que se les presentaba para divertirse: no paraban de jugar, gritar, reír y correr de aquí para allá, pues el trabajo de sus clases les parecía aburrido. Cada día aumentaba el tiempo en que Lápiz se quedaba solo.

Algo que les encantaba a los niños era hacer aviones de papel y arrojarlos muy lejos. Cada vez que la maestra salía del salón por algún motivo, al regresar los encontraba lanzando los dichosos aviones. ¿Y el trabajo? ¡Bien, gracias! Acto seguido, buscaban a Lápiz y se ponían a hacer su trabajo a regañadientes, más a fuerza que con ganas. Aunque la maestra los regañaba, ellos no entendían. Cada día era lo mismo.

Sucedió que un día a la maestra se le ocurrió que podía aprovechar ese gusto de sus alumnos por los aviones, así que organizó un concurso en que niños y niñas participarían. Como habían estado trabajando sobre el tema de los instructivos, les asignó a sus alumnos la tarea de elaborar un instructivo sobre cómo hacer un avión de papel, el cual debía ir acompañado por un modelo hecho por ellos mismos, ya que habría un concurso, el cual ganaría el avión que volara más lejos. Todos los niños se sorprendieron mucho por la tarea, pero de inmediato las caras de sorpresa dieron paso a gritos de emoción.

Al día siguiente, niños y niñas llegaron a la escuela muy entusiasmados, y además, para asombro de la maestra, todos habían cumplido con la tarea. Después de que fueron calificados, algunos niños pasaron a leer su instructivo.

Al llegar la hora del concurso, los infantes salieron muy orgullosos con sus respectivos avioncitos. Lápiz observó muy atento a cada uno de las participaciones: mientras algunos aviones se atoraban en los árboles o en los techos de los salones, otros hacían piruetas muy graciosas, y otros más se iban de pique. Lápiz se divertía con todos los avioncitos, que parecían cobrar vida al volar. Incluso la maestra se la pasó corriendo y lanzando los aviones; aunque no lo hacía muy bien, los niños le enseñaban como hacerlo.

Algunos niños fueron por Lápiz para escribir nombres en sus aviones, de manera que pudieran identificarlos y no se confundieran con los demás. Finalmente hubo tres ganadores, todos varones, pues las niñas resultaron tener menos habilidad para hacerlos volar debido a la falta de práctica, aunque el concurso las motivó para pedirles a sus compañeros que les enseñaran.

Por su parte, la maestra cambió la forma en que daba sus clases después de experimentar la emoción que les causaba a los niños el hacer volar un avioncito de papel. Con sus conocimientos, imaginación y creatividad le encontró varias bondades a la realización de figuras de papel: primero, que les gustaba a los niños, y luego, que les propiciaba el desarrollo motriz fino –una habilidad que necesitaban sus alumnos para mejorar su escritura–, les ayudaba a desarrollar su imaginación y, sobre todo, a través del juego sus alumnos aprendían y las clases eran más agradables.

Lápiz estaba feliz de que las clases fueran más divertidas, pues ahora los niños estaban aprendiendo a hacer otras figuras y lo utilizaban con mayor frecuencia, y además con gusto, pues a Lápiz le encantaba hacer ojitos de ranas, de conejos, de gatos, de perros o hasta los bigotes de algún ratoncito.

A veces hacían figuras de animalitos, o cosas que se relacionaban con la lección de alguna de las asignaturas, y en otras ocasiones, para hacer un cuento o una historieta a partir de un collage de figuras de papel doblado. Cuando vieron el tema del recado, los niños escribieron el texto en una hoja cuadrada y luego hicieron con ella una flor y se la dieron a su mamá, y después redactaron una carta para un amiguito o amiguita e hicieron con ella un rehilete, un sol o un globo chino.

 

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