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Todo estaba listo, en orden perfecto sobre el escritorio. El abrehuecos a un lado de la agenda y la engrapadora. Por unos centímetros más allá, estaba el lapicero, justamente saturado con plumas y marcadores de todos los colores. Un poco más acá, todas las bandejas de entrada vacías, y las de salida repletas en documentos impresos, finamente remarcados. El monitor de la computadora sobre un brazo de metal reluciente, diagonal al teclado blanco, pegado al ratón aún más de brillante que la pantalla.

Cada cosa en su lugar, predispuesto con coordenadas que se traducían en la ubicación más exacta y menos ofensiva a la vista. Lo más oculto era el basurero, revestido de una bolsa negra de jardín, a un lado de la pared, alejado de la cómoda silla ejecutiva que coronaba su puesto.

El Universo en sus gavetas no variaba. Con varias columnas de papeles, sostenidas por otras más gruesas de libros, hábilmente dispuestos aprovechando el mayor espacio, sin causar gran estorbo. Carpetas de cartón etiquetadas en orden alfabético, encerraban los documentos más críticos y menos visibles, en el fondo de cada cajón.

Había quienes comentaban que Carlos había vendido su alma al diablo, por mantener su espacio laboral en orden, más compulsivo que exacto. Pero él se sentía a gusto recorriéndolo, con su clásica sincronía de movimientos, rítmicos y metódicos. Tomaba un fajo de papeles de la bandeja de entrada, le quitaba la grapa que unía sus páginas, los leía, consultaba unos datos en la computadora, resaltaba con el marcador un grupo aleatorio de líneas, capturaba información en la computadora, los volvía a engrapar, y los depositaba en la bandeja de salida.

Su sistema, simple pero efectivo, lo había convertido en el despachador de órdenes más veloz y efectivo de la empresa, local e internacionalmente. Las estadísticas y el control de desempeño, le habían dotado de muchos tributos, meritorios al empleado más eficiente.

Saludaba lo necesario, hablaba poco y en tono prudente, no se metía con nadie, siempre sonreía, siempre puntual en las reuniones, llegaba antes de la entrada y salía después de la salida, almorzaba rápido, evitaba comprometerse, pero cumplía con todo, nadie lo igualaba en desempeño. Carlos González era, libra a libra, el empleado ideal. Y como era tan bueno en lo que hacía, recibió varios aumentos, sin solicitarlos, pero ningún acenso. Era tan bueno en lo que hacía, que no lo querían en ningún otro lado.

A parte de su hoja de vida y la solicitud de empleo que llenó al llegar a la compañía, veinte años atrás, nadie conocía algo más de su vida privada. Tampoco había mucho que saber. Vivía sólo, sin esposa, hijos, familia o mascotas que aportasen algo significante o insignificante a su vida. De allí que la razón primordial de subsistencia radicaba en su trabajo, el cual perfeccionó y elevó a la cúspide de la excelencia.

 

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