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Cuando Fabián Quintilla salió, miró al día como si tuviera que echarle algo en cara, arrastró los ojos hacia atrás y decidió dejar la puerta de la casa abierta, de todas formas nunca venia nadie. Sin ser muy gris, la mañana no era clara, el corral delantero y la desvencijada valla se veían brumosos, por esta vez, no como sus cotidianos pensares. Farfulló algo, que pretendieron ser los buenos días, a las gallinas y no se paró en el diario mirar al ponedero.

Tenía prisa, el aroma de los frutales le llegaba nítido y le recordó el motivo de su premura. Era hombre de medio pelo, blanco y casi ralo, ni el aguanoso ambiente de ese otoño tardío se lo mojaba, tenía la piel alagartada y las  manos de notario leñador, blancas y rudas, andaba a saltitos, igual que los gorriones confiados, y un enojo perpetuo que le arrugaba el entrecejo, le envejecía el rostro y le achinaba los ojos azules.

En Tochuelos, el invierno que se acercaba, sería tan crudo como todos. Los deshielos, no lo hacían sólo embarrando el suelo, ya de por sí descuidado y de aspecto desértico, ni tan sólo hundiría techos pajizos y cabañeros, sino que las vidas comenzarían de nuevo, por eso todos eran tan viejos, porque habían vivido muchas, quizá demasiadas, veces. Las prisas del impermeable lagarto saltarín estaban justificadas, tenía que hacer que Don Odón le leyera una carta. Al contrario que el resto del mundo, Fabián nunca conoció el amor, o sí, porque en realidad, lo que él llama querencia es más fuerte que cualquier otro sentimiento conocido.

Ella era asistenta de su madre cuando las cosas eran de otra manera, cuando la soledad era un lejano y difuso susurro, cuando no tenía que dar los buenos días a las gallinas. A decir verdad, en su recuerdo queda la sonrisa blanca y la voz en grito de su madre cuando la llamaba. Sólo tenía 9 años y descubrió, gracias a ella, como se ríen los ojos y como te responde con palabras una mirada. Esta es su querencia. Ahora, al cabo de muchas nevadas, continúa siéndolo y no ha habido otra. Los que le rodeaban se fueron apagando como velas sin bendecir y de la sonrisa blanca sólo algunas que otras letras, seguramente escritas por alguien a su dictado, como ahora.

Encontró el sobre húmedo en el umbral, tuvo que ser ella, porque reconoció las menudas huellas de las únicas alpargatas que le recordaba y porque nadie más en este mundo le escribiría. Tenía ganas de verla, pero esta vez, por lo visto, no tocaba visita, sólo correo. Fue la única hembra que conoció y que quiso conocer, no le salían palabras para conocer a otras y tampoco sentires, con ella le venían casi de nacimiento, era más fácil. Cuando se hizo más mujer, dejó de mirarle como siempre, se prendó de un hojalatero que olía a hierro quemado y que al contrario que él, barbilampiño e inocente, lucía una barba rebelde y espesa, se fue a vivir al otro lado del mundo, al pueblo que hay a unos kilómetros, saliendo del bosque y bordeando el trigal se llega en no más de dos suspiros de beata, se lo dijo la última vez que la vio, hace ya muchos barros, muchas vidas.

Le llevó la carta al Sr. Odón, el único que sabía interpretar ese galimatías de rayas y borrones. Este hombre extraordinario de pinta enjundiosa y antiguos poderes, se fue de Tochuelos un tiempo, hace ya mucho, cuando el olor de las naranjas peladas con los dedos le duraba toda la tarde. Al volver, lo hizo arruinado y medio loco, traía los ojos del perturbado por una obsesión y bajo el brazo, lo que él llamaba el alma de los desparecidos. Todo el conocimiento y el saber de los hombres, metido en una especie de ladrillo de papel que se abría y se deshojaba, libro lo llamaba. De vez en cuando, cada vez que le preguntaban y a veces sin hacerlo, lo miraba, repasaba las hojas y respondía. De esa forma se volvió a hacer rico, además de un ser poderoso. Al ser el único que interpretaba los papeles emborronados, le hacían caso como a un Dios, daba gusto escucharle cuando le dijo a la Mariana:

-El fuego quema, no lo toques nunca, lo dice aquí.- y señalaba una línea con un dedo regordete y desuñado.  

Había que ver la cara que puso la pobre, bien es cierto que ella ya lo sabía, pero el hecho de que se lo dijera el libro, que estuviera puesto en esas hojas antes de quemarse, le confirmaba que tenía razón, que estaba en sus cabales.

Le puso nombre a muchas cosas que antes se hacían sin saber. Se enteraron que tragarse las cosas se llamaba comer y que lo hacían cuando tenían hambre, algunos, creo que por la novedad, engordaron y otros casi se arruinan. Tan sólo por nombrar las palabras nuevas, se pasaban el día diciendo:

-“Tengo hambre, voy a comer”

Y allá donde estuvieran, engullían lo que tuvieran a mano. Aunque todo tenía sus límites, alguna vez le salía un retazo de su antigua locura y decía cosas imposibles, como que la noche y el día eran porque dábamos vueltas y se escondía la luz. Eso, por mucho que lo dijera el libro, era a todas luces incierto, aunque más de uno miró al suelo para ver si se movía. Al final se saturaron de tanto saber y todo volvió a su ser, bien es cierto que la gente, en ese momento comenzaron a deambular como pollos descabezado. Don Odón sólo quedó para decir lo que se escribía en los papeles. Para entonces ya era otra vez rico y, lógicamente, menos loco. Se recompuso unas lentes redondas y frágiles y con cierto aire de suficiencia comenzó a contar lo que ella decía desde la otra parte del mundo, más allá del trigal. 

“Querido Fabián:

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