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Pasó un año entero, cuando retornamos nuevamente de vacaciones, Cidro con su parsimonia convencional, mi hermano con su tradicional desencanto, y yo con la determinación firme de enfrentar nuevamente a la vieja, y extraerme las esquirlas de una apretada curiosidad que me quemaba por dentro. No fue sino al tercer día de estancia, que investigué por la vieja bruja de la cabaña, y me sorprendió sobremanera la noticia de que había muerto una semana atrás, no por el hecho de que la muerte haya cargado con ella, sino que había dejado en un papel escrito su última voluntad: que no la enterraran, sino que la cremaran y esparcieran sus cenizas alrededor del reducto que la había acompañado durante toda su larga y maligna vida, cosa que fue realizada al pie de la letra por unos pocos peones al día siguiente que fuera encontrada. Esto, que no pasaba de una simple extravagancia, de una vieja que esperaba la muerte cada día, para mi constituyó el sustento que acrecentó aún mas la ansiedad por dar respuesta a una intriga que se estaba tornando en un frenético delirio. De modo que después del mediodía, acompañado por la llovizna seca de los viernes julianos, me encontré nuevamente en la parte posterior de la casona, entre los chacrales de maíz y los sobrecogimientos reprimidos durante todo un año, estuve por mas de tres horas frente a la casucha sin llegar a cruzar al otro lado del riachuelo, que también había crecido en caudal durante ese año, finalmente me encontré caminando, como empujado por una inercia inconsciente, atravesé el deshilachado puente y seguí de largo hacia la cabaña, con el pensamiento puesto en las cenizas de la vieja que en esos momentos estaría pisando, entré en la oxidada casa, y me tropecé con los olores a muladar y los objetos abandonados en la oscuridad, llegué al sitio donde hace un año la vieja hizo la fogata, y encontré residuos de troncos, y carbones encendidos eternamente, que emanaban un calor perpetuo, y todavía tuve la suficiente fuerza de voluntad, para desclavar la duela añeja que serviría como la puerta para un chiquillo afiebrado por la incertidumbre. El libro estaba en el mismo lugar, con sus hojas amarillentas y desmigajadas, en el cual constaba, con una letra clara y una preciosa caligrafía, una nómina con columnas perfectamente definidas, fechas anexadas a nombres desconocidos que saturaban las hojas de principio a fin. Como a mitad del libro identifiqué el nombre de mi abuelo junto a una fecha que correspondía como a once años atrás, seguí ojeando el libro, comenzando por el último y pude ver con asombro traducido en perplejidad, mi propio nombre junto a una fecha futura como veinte años después de ese instante, nuevamente la intriga se apoderó de mí, continué leyendo esa lista interminable de nombres y fechas cronológicamente dispuestos, y fue, justo en el momento cuando encontré la fecha correspondiente a ese día, que escuché el repique de las campanas de la capilla de la hacienda y alcancé a leer, al mismo tiempo, el nombre de: Josué Villanueva Aguilar, impulsivamente eche a correr y salí de la cabaña con el libro en mis manos, pero al atravesar el decrépito puente, el piso cedió ante el peso de mis furibundos pasos, y solo tuve tiempo de asirme fuertemente a uno de los barandales, para no caer a las aguas que se habían tornado turbulentas, sin embargo el libro cayó de bruces y se perdió en el torrente. En cuanto llegué, un sinnúmero de caras llenas de aflicción, me dieron la fatal noticia que mi hermano había muerto. Lo encontré en nuestra habitación, la misma que ahora estoy ocupando, Cidro se encontraba a su lado y de lo único que me pude enterar es que una fiebre fulminante lo mantuvo al filo de un delirio constante por mas de dos horas, masticando una serie de palabras en un cenismo inentendible, hasta que finalmente se extinguió lívido echando espuma de hiel por la boca. Apenas si tuve la suficiente conciencia como para relacionar todos los acontecimientos ocurridos: la vieja, el libro, los nombres, las fechas, antes de salir corriendo, inundado por un llanto transfigurado por la rabia, hasta escupir en un macizo grito, todo el rencor que se generaba y se multiplicaba en mi interior. Me cagué en la memoria de mi abuelo, de la vieja y de "Los Jilgueros". Sucumbí en ese mundo de lluvia patética y muerte avisada.

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