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ALCÉ los ojos hacia la pared humedecida por la lluvia y miré instintivamente el viejo reloj que colgaba al lado de mi cama, << Ya faltan solo dos horas para la medianoche >> pensé, y observé el abismo del cielorraso polvoriento de telarañas, que se entremezclaban con la oscuridad densa de esta solitaria habitación, atravesada únicamente por la radiación blanquecina de una luna cruel que penetraba por la ventana. Sumergido en la frialdad de mi lecho, con las manos entrelazadas en la nuca, me estiré plenamente, y recordé aquel jueves de julio hace veintiún años, al día siguiente de mi cumpleaños número diez, cuando llegué por primera vez a "Los Jilgueros", la hacienda de mi abuelo, enclavada en los páramos de una inhóspita serranía a siete kilómetros y medio de cualquier poblado sin nombre. Llegamos caminando con una pelota de lodo en los zapatos, mi hermano Josué y yo sentíamos que el frío se nos introducía hasta los huesos, y Cidro, que era una especie de tío, tutor y confidente, siempre delante de nosotros, nos guiaba por aquel sendero, que era un revoltijo de lodo, piedras y caca de caballo que nos obligó a dejar el auto dos kilómetros atrás.

Cuando nos detuvimos le pregunté a mi hermano si ésa era la hacienda, él encogió los hombros e hizo una mueca arqueando los labios hacia abajo, Cidro nos miró y nos sonrió afirmativamente. Estábamos frente a un gran portón de madera ennegrecida por la podredumbre que dejan los años mezclados con la incesante llovizna del lugar. Ni mi hermano ni yo habíamos ido nunca a la hacienda, en parte por que los negocios de mis padres los mantenían atados a la ciudad, y en parte porque la rencilla que mantuvieron mi abuelo y mi padre, se prolongó hasta mucho después de la muerte de mi abuelo, que ocurrió unos días antes de mi nacimiento, así que mi padre siguió con ese encono en el corazón y con cualquier pretexto disfrazaba su interior y nos disuadía de la idea de pasar un tiempo en "Los Jilgueros". Si no hubiera sido por Cidro, tal vez nunca hubiéramos sabido de su existencia. Cidro desde su juventud fue el hombre de mas confianza de mi abuelo, enamorado eterno de mi abuela, la misma que, según decía Cidro, murió en plenitud de juventud, no ocultó sus sentimientos a mi abuelo y estuvo a su servicio por muchos años hasta el momento de su muerte, así que se quedó soldado a la familia para siempre. Fue él quien atendía a mi abuelo en sus noches de melancolía, en los detalles personales, quien tomaba decisiones en los asuntos domésticos y muchas veces también en los financieros, fue él quien se puso como mediador entre mi padre y mi abuelo cuando comenzaron las disputas entre ambos por el mando de la compañía de exportación de sombreros de paja toquilla, que por ese entonces comenzaba a florecer, y terminó cuando mi abuelo dejó, un poco antes de morir, un papel firmado en manos de Cidro, en donde dejaba a la cabeza de la compañía a mi único tío, con la mayoría de las acciones, y a mi padre con la parte minoritaria, en cuanto a "Los Jilgueros" sería dividido entre los dos solamente luego de la muerte de Cidro que se quedaba como capataz vitalicio de la hacienda. Así que mi padre con los ánimos mas escaldados que nunca, juró en silencio ante la tumba de mi abuelo, que la compañía sería total y completamente suya en algún momento, y de esa manera le ganaría la pelea mas allá de la muerte.

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