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Fuimos a la Opera. El tenía dos entradas y me sorprendió agradablemente invitándome a ir con el. Tendría que contar un par de mentirijillas en casa, pero... ¡qué más daba! Estaba coladita por el de una forma que jamas imagine podría estarlo. La combinación de estar con el y estar en la Opera era un sueño, una quimera convertida en realidad. Me gasté una pequeña fortuna en un vestido apropiado.

Algo sencillo, elegante y negro. Con el vestido puesto yo podría ser lo que se me antojara y, por una noche, deseaba ser la cenicienta en el baile. Una buena amiga me preparó la coartada. Estaría con ella "teóricamente". Incluso me vestí y arreglé en su casa. Tomé un taxi y me reuní con él en el lugar acordado. El corazón me latía desbocado en el pecho. ¡Cielos! El estaba esperándome, tan elegante. Me daban ganas de abrazarlo, de achucharlo, estrujarlo entre mis brazos...¡que se yo!

 

Pero nada de eso hice. No venía al caso. Era una salida formal, de dos personas que comparten el gusto por la Opera. Nada más. El estaba vestido de etiqueta para la ocasión, con una pajarita negra. Estaba tan guapo que quitaba el sentido. Se apoyaba indolente sobre el capo de su coche. Cuando me vio, me saludó con esa sonrisa tan picara que tiene. No llevaba gafas, con lo cual estaba aún más guapo... aunque a mi me gustaba con o sin... y puestos, me gustaba de cualquier forma.

Me acerqué, con los nervios a flor de piel y una sonrisa de palmo en el rostro. Me besó en las mejillas y percibí un suave aroma a after-shave. Sus mejillas rasuradas estaban suaves. Me acompañó a la puerta del coche, me la abrió y entramos. Hablamos de temas intranscendentes durante el trayecto, que yo esperaba que no terminara jamas. Cuando terminara la noche, terminaría mi sueño. La realidad de mi aburrida y vacía vida me daba escalofríos en ese momento. Quizá no fuera tan aburrida ni vacía, pero sin el siempre me lo parecía.

Llegamos, por fin, a nuestro destino. La gente entraba en el local hablando en murmullos y sonriéndose. Yo apenas era consciente de nada y todo llegaba a mi como en un susurro. El tenerlo a mi lado restaba importancia todo lo demás. Nos sentamos entre la multitud, no muy lejos del escenario. Las luces se apagaron y quedamos en la penumbra. La orquesta comenzó a tocar suavemente, la calma que precede a la tempestad. La opera era algo tan bello, tan sublimo, que pronto lágrimas de emoción resbalaron por mis mejillas. Era tan dulce.

Noté su mano morena sobre lamía. A través de las lágrimas le miré y él me sonrió. Con la otra mano me robó una lágrima prendida en mi mejilla. Fue un gesto tan tierno que me llegó al alma. Mi amor por el siempre había sido silencioso y platónico. Una especie de devoción y atracción. Me quitaba el sueño, el hambre y hacía brillar chispitas en mis ojos. Esperaba verle todos los días, aunque fueran unos pocos minutos. Durante un tiempo había intentado quitármelo delpensamiento, arrancarme ese amor, pero fue en vano.



Solo lo conseguí durante unas pocas semanas y luego, ese sentimiento volvió a mi con renovadas fuerzas. Siempre había tenido que guardarme ese amor secreto. Solo una persona sabía lo que me pasaba y ella era mi único consuelo, mi cómplice. Durante el resto de la primera parte estuvimos allí sentados, con su mano sobre la mía, yo emocionada y llena de felicidad. Era una dulce tortura notar el tacto de su mano sobre la mía. En el descanso, tomamos un café en el bar. En silencio, mirándonos a los ojos y diciéndolo todo con la mirada. No cabian palabras.

Noté un brillo especial en sus ojos, algo que nunca había visto antes. Cuando anunciaron el comienzo de la segunda parte, me cogió de la mano y volvimos a nuestras butacas. Su mano no soltó la mía y noté que acariciaba el dorso de mi mano suavemente. Y la música acompañaba tan bien a mis sentimientos que si en aquel momento hubiese muerto, lo hubiese hecho en la más absoluta felicidad. Y finalmente terminó, para tristeza mía. Salimos a la cálida noche de Julio, yo aún con lágrimas en los ojos, él muy serio.

Subimos al coche y, en silencio, rodamos por la ciudad. El conducía rápido entre la escasa circulación. Aún la noche era joven aunque a mi no me importaba la hora, solo el momento. Lo único que deseaba es que el momento fuera eterno. Me llevó a su casa. Subimos en el ascensor, con las manos cogidas. El tomó mi barbilla con una mano y, suavemente, me besó. Y luego, en un arrebato, nos abandonamos en un largo e intenso beso. El tiempo se detuvo o quizá sería el ascensor.

Entramos en su apartamento. Estaba en penumbra. Los débiles rayos de luz de una farola se colaban a través de los ventanales, derramando una luz difusa a nuestro alrededor. Me condujo al dormitorio y allí nos desnudamos uno al otro, lentamente, sin prisa. Deshice su pajarita, el desabrochó mi vestido y, finalmente desnudos, nos dejamos llevar. Nunca había experimentado algo tan sublime. Por una vez en mi vida hubieron fuegos artificiales. Al final, agotados, nos tendimos uno junto al otro, abrazados. Si unas horas antes hubiese muerto absolutamente feliz, ahora lo único que deseaba era vivir para y por él.

Y poco me importaban convencionalismos ¡nada importaba! Solo el aquí, el ahora, y el milagro del amor. Dedicado a los amores pasados, presentes y futuros. Al goce de amar y ser amada.

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