Escribía con toda el alma, entregaba el corazón en cada letra. Sentía que a medida que los versos brotaban de su pluma vivía con mayor intensidad, que tocaba el cielo con los dedos. Se manchaba las manos de tinta que luego le costaba mucho trabajo limpiar. Pero no le importaba. Cada vez que le pagaban su sueldo en la tienda, lo primero que hacía era comprar bolígrafos y papel.
Claro, él sabía que existían las máquinas de escribir, y mejor aún, los ordenadores que permiten borrar, mover, sustituir, corregir o cambiar lo que se desee sin problema. Pero no había sensación que lo llenara más que aquella de ver surgir las letras a medida que arrastraba la mano sobre el papel y atestiguar cómo éstas terminaban creando palabras, después versos, más adelante estrofas y cuando menos se pensaba había nacido un poema. Entonces ¿Qué más daba lo que estaba escrito? Si la simple acción de llevar a cabo este ritual era poesía en sí misma.
Al salir de casa, la gente en la calle le saludaba feliz “Hola Poeta” y él muy contento sacaba de aquel morral descolorido que solía llevar colgado al hombro alguna de las muchas hojas arrugadas que guardaba dentro. Respondía al saludo entregando alegremente uno de tantos poemas escritos a mano para después continuar su camino con desparpajo. Para los que tenían la suerte de toparse con él y recibir sus versos resultaba invaluable el detalle del poema regalado. El hombre escribía con tal sencillez y naturalidad que sus palabras eran comprendidas por todos sin necesidad de ponerse a buscar en un diccionario lo que significaba tal o cual adjetivo rebuscado, por lo tanto, se reflejaban con facilidad en ellos y leían con genuino interés y franca emoción sus versos naturales y simples pero no por ello menos hermosos.
Porque lo cierto era que las letras reflejaban su esencia y la simplicidad de la vida a pesar de su terrible complejidad. No era raro encontrar a alguien llorando de emoción después de leer sus líneas. Tenía un encanto natural en sus textos que además de ser estéticos y estar impecablemente escritos en cuanto a ortografía y redacción resultaban también reflexivos, críticos, duros, ciertos pero también sinceros, buenos, honestos y sobretodo amados por su creador.
Tal vez por esta razón era que sus obras parecían tener pies propios pues siempre estaban en circulación. Pasaban de una mano a otra, aparecían colgados en el tablero de alguna oficina, alguien los leía al verlos ahí, les gustaba y los copiaban, otras personas los reescribían en sus ordenadores y los enviaban por mail a familiares y amigos. Terminaban recorriendo camino, eran vagabundos sin destino final, pero unos vagabundos entrañables que hablaban del amor, la nostalgia, el pasado, la mujer, el hombre, la infancia, la muerte, la luz, las llamas encendidas en una hoguera olvidada.
El joven no buscaba fama, ni mucho menos dinero. No era un hombre rico pero era feliz. Empleado en una tienda de ropa en la que los minutos pasaban lentamente entre un cliente y otro, soportaba los caprichos de cada uno de ellos que buscaban una camisa más clara y luego de varias opciones encontraban el tono de su preferencia pero entonces les desagradaba el corte, los botones, el cuello, las mangas…por fin se marchaban con algo completamente diferente a lo que buscaban inicialmente y él se encerraba en el baño para escribir un poema que hablara de cómo el ser humano se complica la vida y deja pasar minutos preciosos por concentrarse en detalles necios y mundanos.
Todo era un pretexto perfecto para ponerse a versar: las flores, la sonrisa de Martha, el cielo nublado, las estrellas infinitas, la furia, el buen ánimo, la corbata del jefe, las piernas de la asistente del hombre gordo que siempre compraba trajes obscuros para disimular sus cincuenta kilos de más…
No pretendía obtener un empleo mejor, aunque no por falta de interés en si mismo, mucho menos por mediocridad. No nos confundamos. Él tenía anhelos, sí, pero eran sueños de poeta. Estaba enamorado de la vida y aunque sus padres lo instaban a poner los pies en la tierra y a subsistir de una manera más madura él simplemente se encogía de hombros y volvía a su departamento humilde con sillas desvencijadas y mobiliario modesto a seguir escribiendo.
Por las noches devoraba los libros que sacaba en préstamo de la biblioteca central. Leía las obras de grandes poetas, las novelas y cuentos de escritores en otros países, que vivieron en otras épocas pero que al fin de cuentas, sentían igual. A la mañana siguiente salía de nuevo, un poco trasnochado, rumbo al trabajo repartiendo sus poemas, sonriendo satisfecho al escuchar que lo llamaban poeta cuando solo era uno de tantos vendedores en la tienda de ropa junto a la plaza con la fuente generosa que le regalaba todo el día las carcajadas armónicas del chorro de agua cantarina que brotaba de ella sin cesar y que resultaba tan esperanzador como los pasos vacilantes del pequeño crío de la Señora Morales que pasaba cada tarde frente al aparador de la tienda concentrado en aquel difícil empeño de conseguir andar sin detenerse de mamá y sin sangrarse las rodillas.
¡Vaya vida la suya! Una existencia, sin duda, envidiable porque a pesar de su modestia era despreocupada, plena y feliz.
Un día, supo que el hombre gordo con sus cincuenta kilos de más era también un escritor renombrado, que había ganado premios a nivel internacional y que se codeaba con los grandes intelectuales de la época. Sus compañeros lo animaron para que le mostrara sus poemas.