A veces se preguntaba si su marido sabía lo que hacía manteniéndolo alejado de todo, privándolo de una vida que tal vez resultara menos cruel que aquel encierro obligado, ¿quién sabe? A pesar de las burlas, lástima o saña ajena era posible que encontrara también compañía, cariño, alegría y un alma buena que sí supiera cómo tratarlo, cómo conducirlo y llevarlo por la vida. Porque mientras ellos existieran él estaba a salvo de todo, pero ¿qué pasaría cuándo murieran? ¡Cómo le angustiaba el futuro de su hijo! Muchas veces se despertaba en plena noche sintiendo la opresión en el pecho, el miedo apoderándose de cada milímetro de sangre que corría por sus venas. Comenzaba a sudar frío, las lágrimas manaban a borbotones sin causa aparente. Era ella quien ahora se levantaba de la cama para ir hasta la de Constantino, se quedaba mirándolo fijamente, lo veía respirar, cuidaba su sueño y en silencio, le pedía perdón. Besaba la frente del chiquillo antes de marcharse y salía caminando pesadamente hasta la cama en donde Serapio casi siempre esperaba sentado, reflexionando en esos sueños que algún día abrigó con respecto a su hijo y que finalmente quedaron grandes para lo que aquel chiquillo con su incapacidad podía ofrecer.
La imagen del hijo ideal se desvaneció desde que supo la cruel realidad que lo envolvía y terminó por abandonarle sin remedio porque no quiso torturarle más con su adiós, dejando las huellas de las botas vaqueras diminutas compradas mucho antes de ser engendrado en el olvido y el eco de sus carcajadas inventadas en el ambiente. Micaela se sentaba junto a él, y abrazándolo, comenzaba a llorar ante la impaciencia de su marido que siempre la regañaba por sentimental.
-¿Otra vez las lagrimitas? –le increpaba –¡Dejaras de ser vieja!
-Pues si tuvieras un poco de misericordia tú también llorarías de pena
-¿Y de qué me va a servir chillar? –Respondía Serapio –nos nació mal el pobrecito. Está como quien dice: defectuoso. No oye y no habla. Eso no se cura llorando. ¡Vamos! No se cura y ya.
-¡Que defectuoso ni que nada!. No seas ingrato -Reprochaba la mujer –Algo se podrá hacer. Todo tiene una solución
-Los doctores ya nos dijeron hasta el cansancio que no –aseguraba su marido -¿para qué gastar tiempo y presionar al pobre niño? Ya bastante tiene con tanto silencio.
-Pero es que ¿no comprendes? –insistía la madre -¿Qué será de él cuando nosotros faltemos?
-¡Por favor mujer! No comencemos con necedades. Hablaremos de eso más tarde, después, otro día. Cuando pueda meditar en eso. Ahora no.
Serapio gruñía con amargura. Estaba cansado, fastidiado, ebrio sin haber bebido ni una gota de alcohol. Se hundía entre las cobijas para encerrarse nuevamente en sus pensamientos. Cuántas veces se repetía la misma discusión, ese diálogo monótono que contenía palabras similares cuyo significado era siempre el mismo: Habían fracasado. Y seguían haciéndolo mes con mes cuando en el agua de la letrina se iban las ilusiones de una nueva oportunidad de ser padres junto con la roja realidad de Micaela que le escupía que no. Ya no.
Para Serapio, su mujer tenía la culpa de los defectos del niño. Seguramente no se había sabido cuidar bien durante el embarazo. Esos tesitos que le dio por tomar dizque para relajar los nervios, las sobadas de Doña Petra para disminuir las molestias del estado y su condición de “chiva loca” que le impidió mantenerse quieta debieron haber sido factores decisivos en el resultado final. Su mujer lo había defraudado, ya no la miraba con la misma confianza desde aquello. Engendró un hijo discapacitado y no había marcha atrás. Nunca escucharía, jamás hablaría. No era normal como tampoco lo era el ambiente en esa casa que se había vuelto tan tenso. Se preguntaba cómo era posible que no estuvieran todos recluidos aún en la clínica mental, sobretodo él que no toleraba ver a su hijo trasladarse nerviosamente de una parte de la casa a otra refugiándose entre los muebles como una sombra siniestra, aunque a veces le parecía ver los ojos del niño fijos en él, vigilándolo, gritándole: Verdugo.
Era por eso que Serapio se aislaba en la tierra, en ese trigal que le pagaba sus esfuerzos con fidelidad absoluta. Solo ahí sentía libertad, placer y poder irrefutable. Con la omnipotencia de arrancar de raíz las hierbas malas para dejar su cosecha perfecta junto con la capacidad de manipular la tierra, de penetrarla una y otra vez fecundándola como se le viniera en gana. Y a pesar de la vejación, su trigal adorado terminaba pintando de bermejo el paisaje para después convertirse en el pan que coronaba la mesa en la comida esencial de todo hogar. Eso sí que era perfección. Y tanto se afanaba y se ocupaba en esa labor que le apasionaba con locura, que nunca percibió la figura de Constantino a través del cristal atestiguando sus afanes.