Érase una vez un cadáver en un pantano. Si, ya sé que no es un principio muy adecuado para empezar con la fórmula de un cuento infantil. Pero esto no es un cuento infantil. Lo que pasa es que siempre quise comenzar de ese modo una historia, y quizás ésta sea la última historia que pueda contar. Ya que estoy muerto.
Habéis oído bien, estoy muerto y enterrado en un pozo de mierda en un horrible pantano. Ahora mismo estoy siendo devorado por una legión de ratas y otras alimañas, sin que yo pueda hacer nada para remediarlo. Al menos la muerte ha curado mi musofobia.
Mientras, bajo el resplandor de la luna llena, observo mi cuerpo con indiferencia, a la espera de ver un túnel con una luz en el fondo, música clásica y mis familiares muertos dándome la bienvenida. Pero nada de esto parece ocurrir. Desde luego, la muerte no es como me la imaginaba.
No sé muy bien que es lo que uno debe hacer en estas circunstancias, pero mientras espero, quizás lo mejor será contaros las razones de por que me encuentro en esta molesta situación.
Comenzaré, por donde se deben de comenzar todas las historias; por el principio. Aunque ¿donde está el principio? Un teórico causalista diría que debería contar mi historia desde el momento de mi nacimiento, ya que todas las decisiones que tomé en mi vida, son las que me llevaron al lugar en el que estoy. Es más, seguramente lo remontaría a cuando mis padres se conocieron, o los padres de mis padres de mis padres, o al origen de la raza humana, o mejor aún al origen del universo. Pero yo comenzaré la historia con “ella”. Creo que sería justo decir que “ella” fue el principio de mi fin.
La primera vez que irrumpió en mi vida, eran las 5 de la madrugada, yo había tenido una lucha fácil en el club clandestino donde boxeo, y me había ido a celebrarlo y gastarme mis ganancias de aquella noche en alcohol y sexo por dinero. Cuando llegué al sucio estercolero al que llamo hogar, ella estaba allí. Delante de la puerta de la habitación 367, del Motel Oasis, un sórdido agujero dirigido y habitado por maleantes y gentes de mal vivir. Aquella chica era la chica más hermosa que había visto jamás. Su pelo largo, espeso, rubio, desprendía un olor a flores silvestres, cautivador. Su piel era clara, tersa y firme, y podías sentir su suavidad sin ni siquiera tocarla. Su cuerpo de infarto, tenía todo lo que una mujer debe de tener, y lo que es más importante, donde y como lo debe de tener. Sus labios carnosos y rojos pedían a gritos ser besados. Sus ojos verdes, brillantes, llenos de luz iluminaban aquel oscuro tugurio, e hipnotizaban a cualquier ser humano del género masculino que se encontrara frente a ellos. Ni siquiera el espantoso cardenal, que mostraba en un lado de su cara y algunos otros situados en lados de su cuerpo, que podían observarse sin que ese fino aunque casi recatado vestido rojo pudiera ocultar, restaban el más mínimo atractivo a aquella mujer.
El hecho de colocar allí una mujer así, era sin duda una burla del destino. Pero en aquel momento no lo quise ver. Mi razón se nubló y sólo quedaron ojos, oídos y sentidos para aquella muestra de perfección femenina.
Beatrice. Así me dijo que se llamaba. Dijo que estaba esperándome, ¿Esperándome a mí? Y yo la creí, ¿Por qué no iba a hacerlo? Ella era hermosa y yo estúpido. La invite a pasar.
La historia que me contó era triste y amarga, y al contar todas aquellas monstruosidades con su dulce voz, aún parecía todo más cruel. La razón por la que había acudido a mí, era por que me había visto boxear aquella noche. Creyó que yo podría salvarla, que yo podría protegerla. Quise creer aquella mentira, de hecho podía creer aquella mentira, ya que no dijo que me quisiera, o que hubiera encontrado algo en mí, ni siquiera que me considerara atractivo; sino que pensó que yo podría protegerla. Era cierto, yo no era muy inteligente, y mi cara había sufrido demasiados golpes como para que ninguna mujer pudiera considerarme mínimamente deseable, pero era una masa de músculos entrenados para golpear. Si alguien podía protegerla, ese podía ser yo. De hecho agradecí poder ser yo.
El estúpido que la había maltratado era un proxeneta de la zona oeste. Había obligado a Beatrice a prostituirse desde niña. Pero ahora había crecido y quería abandonar aquel mundo de depravación y humillación. Y su respuesta fue aquella paliza. No necesité escuchar mucho para ponerme en marcha. Odiaba que se dañara a una mujer. Pero en este caso, poner la mano encima a una diosa como aquella Beatrice, era el pecado más grande que existe en este mundo.
Le aseguré que había acudido al lugar idóneo, y que no volviera a preocuparse por aquel macarra. Sólo tenía que decirme donde encontrarlo y yo me encargaría de que nunca más la molestaría. Sólo quería complacerla, agradecerle el regalo que me había brindado con su mera presencia. Que fácilmente me dejo llevar por unas faldas, aunque en mi defensa debo decir que nunca en mi vida había estado tan cerca de unas faldas como aquellas.
Aquel chulo regentaba un sucio local lleno de hippies melenudos y asquerosos. Yo sabía como ocuparme de aquella escoria. Y aquel maldito cobarde, maltratador de mujeres, entendió rápidamente la lección.
Volví a mi habitación de hotel manchado de sangre en los nudillos y la camisa, pero la mayor parte de aquella sangre no era mía. Cuando abrí la puerta de mi dormitorio. No podía creer lo que encontré. Pensé que aquella chica se largaría de mi hogar en cuanto tuviera ocasión. Ya había prometido ocuparme de sus problemas. ¿Qué la retenía? Nada, nunca pensé encontrármela desnuda sobre mi cama.
Le repetí varias veces que no tenía por qué pagarme lo que yo había hecho. Que lo había hecho por que había querido, pero ella no pareció escucharme. Bendije su sordera. Ojalá todas las mujeres fueran igual de sordas, y no escucharan las pocas veces que les decimos que no. Así que aquella chica, Beatrice, pagó todos y cada uno de los golpes que yo había propinado aquella noche.
A la mañana siguiente me encontraba como un hombre nuevo. No podía estar más feliz. Me recreé con el olor que Beatrice había dejado en mis sábanas. En aquel momento creía que ella se había ido, que no volvería a verla. Pero me conformaba con eso, una sola noche con un ser como Beatrice era mas de lo que merecía. Pero me equivocaba (mas de lo que yo mismo me podría haber creído), Beatrice apareció desnuda con una fuente con el desayuno. Y lo mismo hizo día tras día durante más tiempo del que fui capaz de contar.
Creo que hubiera preferido que se fuera la primera noche, ya que no entendía que podía ver Beatrice en mí. Ya no le molestarían, ya no me necesitaba. Creo que la duda de si realmente me quería me amargaba la existencia. ¿Como podía ser tan idiota? ¿Cómo iba a encontrar alguien como yo el amor en alguien como ella? Entonces estaba hipnotizado, no podía verlo. Hasta que un buen día nadie me sirvió el desayuno. Y yo pensé que ella había considerado pagada su deuda.
Pasó algún tiempo. No demasiado, aunque el tiempo sin ella se hacía demasiado largo. Hasta que no pasó Beatrice por mi vida y se fue, no comprendí lo lento que pasa el tiempo.
Mi vida trascurría como siempre, peleas de dudosa legalidad en un ring viejo y destartalado. Alcohol y mujeres de alquiler. Pero ninguna como Beatrice.
Entonces, ella apareció de nuevo, se lanzó a mis brazos en cuanto yo abrí la puerta. Me besaba y me pedía perdón al mismo tiempo. Dijo que lamentaba haberse ido sin avisar. Que lo había hecho por que debía resolver unos asuntos. Que no podía abandonarme. Y que me quería,… dijo que me quería. Yo había pagado a demasiadas mujeres para que me dijeran eso, como para creer en aquellas palabras. Pero en aquella ocasión las creí, pensé que esas palabras podían ser sinceras. Por primera vez en mi vida empecé a pensar que el amor realmente existía. Que estúpido fui.
Beatrice estaba más nerviosa que de costumbre, casi parecía asustada. Después de muchas preguntas me confesó que estaba asustada. Que temía por su propia vida y por la vida de su madre, incluso por la mía propia. Que aquel, chuloputas mafioso del tres al cuarto la había amenazado después de mi advertencia. Que ella corría peligro, que yo mismo corría peligro también. Que era más peligroso de lo que yo creía. Pero yo no estaba asustado. Tengo demasiado poco cerebro como para sentirme intimidado por ese tipo de escoria. Le dije que no se preocupara, que sólo necesitaba otra de mis visitas. Que entraría en razón. Pero no me dejó hacerlo. Ella tenía un plan mejor. Un plan que nos permitiría librarnos de él y a la vez sería provechoso para nosotros. Yo no le hice demasiado caso. Aquella noche quería volver a disfrutar de sus encantos, pero al día siguiente le haría una segunda visita a aquel macarra.
Por la mañana Beatrice me despertó. Dijo que debía explicarme su plan antes de que yo cometiera una estupidez. Vaya, ya me había calado. Entonces me explicó el magnifico plan que terminaría conmigo muerto en este maloliente pantano.
En un principio no parecía tener fisuras, ni ningún punto flaco que pudiera salir mal. Aquella chica era inteligente. Mucho más de lo que yo nunca pude comprender. De todos modos había algo en todo aquello que no me gustaba.
Ella sabía que su antiguo protector, el tipo del que quería librarse y tanto pavor parecía sentir hacía él a ratos, apostaba en el boxeo de vez en cuando. De algún modo que no entendí Beatrice sabía que la pelea del domingo había sido amañada. Lo cual me sorprendió pues yo mismo participaba en esa pelea y no había oído nada. Aunque era lógico el luchador que debía perder era mi oponente. Un camión de 120 kilos de músculo, frente al que yo no creía tener ninguna posibilidad. Así que ese macarra había organizado todo para que yo ganara la pelea y él y sus socios con sus apuestas sacaran una buena tajada. Era lógico que me eligieran a mí como ganador, nadie apostaría por mí en aquel combate. Nadie, salvo ellos.
Beatrice sabía que mi contrincante se dejaría caer al final del tercer Round, yo sólo tenía que desplomarme antes y sacaríamos una buena tajada. Además ella se encargaría de hacer correr la voz de que el combate había sido amañado por lo que las apuestas cambiarían de púgil ganador y nosotros sólo teníamos que apostar a favor de aquel camión musculoso. Más tarde nos encontraríamos en mi habitación de motel. Era todo muy sencillo, nada podía salir mal. Aquel chulo maltratador tendría muchos problemas justificando el por qué había perdido tanto dinero que casi seguro no sería suyo. Para cuando las aguas volvieran a su cauce, nosotros ya estaríamos muy lejos de aquí.
Sólo había una pega. Yo no me dejo amañar en las peleas. Todo el mundo sabe eso. Nunca me he vendido, salvo un par de veces en mis inicios. Pero después de aquello decidí que nunca más volvería a hacerlo. Y esta decisión me había llevado muchos disgustos, me había costado entrar en la liga profesional y que me partieran la cara de vez en cuando. Pero nunca había cedido. Este sería el combate número 555 que lucho sin ser corrupto, ganando cuando puedo y perdiendo cuando mi oponente es mejor y no se deja. El combate número 555, bonita cifra. En cambio aquella chica me pedía que traicionara mis principios. Y lo más grave es que yo estaba dispuesto a hacerlo sin oponer la mínima resistencia.
De repente vino el día del combate, y con ello, sin yo saberlo se acercaba impasible el momento de mi muerte. Yo me encontraba en ring soltando golpes no muy fuertes pero tampoco suaves, no quería que aquel mastodonte se fuera sin ningún recuerdo mío en forma de dolor. En cambio él me trataba como si yo fuera una delicada flor. Era evidente que no sabía como se amaña una buena pelea. No se atrevía a darme fuerte por si no aguantaba hasta el final del tercer asalto. Mejor. Aquello haría patente que el combate estaba amañado y las apuestas a mi favor incrementarían. Yo en cambio me cortaba sólo lo justo. No quería darle demasiado fuerte por si aquel orangután decidía tirarse al suelo antes de tiempo, por lo que mis golpes aunque fuertes no eran demasiado espectaculares. En cuanto empezó el tercer asalto, aproveché el primer golpe que me lanzó para derribarme de bruces contra la lona. Aquel golpe era una autentica mierda, pero visto desde cierta distancia parecía un buen golpe. Mi actuación fue más que creíble. Nadie me echaría en cara mi derrota. Yo en teoría no estaba al corriente de que el combate estuviera amañado. Por lo que no tuve demasiados problemas en marcharme de allí, pese al malestar que se notaba en el ambiente. Aquel macarra desgraciado tendría mucho que explicar. Mientras yo, iría a mi casa en espera de Beatrice.
Me serví un vaso generoso de buen Whisky, la única bebida que entraba en casa, puse algo de música, por supuesto algo de rock. Y mientras Guns and Roses invadían el ambiente con su Paradise City, yo la esperé sentado junto a la puerta. Quizás pudiéramos hacer el amor en aquella habitación antes de tener que marcharnos. Al menos así lo esperaba yo. Que iluso.
No fue Beatrice quien atravesó aquella puerta, sino aquel macarra maltratador acompañado de su camión boxeador y un par de hippies. Yo no entendí nada. Pero aquel macarra entre golpes propinados por su lacayo boxeador, que ya no me trataba como una flor, me lo explicó todo. Aquella zorra, (me dijo entre golpe y golpe) se había burlado de mí al igual que se había burlado de él. Dijo que ella le había dicho que yo había amañado la pelea. Que ella esperaba que ese maldito cobarde maltratador que necesitaba todo un ejército para entrar en mi piso, me matara. Que él también estaba jodido y que necesitaba una cabeza de turco. Dijo que sabía que yo era un maldito idiota, y que sólo había hecho lo que haría cualquier juguete en manos de una niña bonita. Pero que tenía que matarme. Juró que iría tras aquella guarra. Y que si la encontraba lo que estaba haciendo conmigo, sería una bendición. Yo sabía que jamás la encontraría. Era demasiado lista para unos estúpidos como nosotros.
Me había engañado. Llegué a creerla, creí que nos iríamos juntos, pero ella no me necesitaba. ¿Para qué iba a necesitarme una vez yo hice mi trabajo? Así que decidió librarse de mí. Tirarme a la papelera como un Clinex usado. Lo más grave de todo es que en el fondo de mi alma, yo no quería creer todo aquello. Yo seguía queriéndola. Que estúpido he sido toda mi vida. Y así en un mar de golpes, sangre y huesos rotos abandoné este mundo. Con la certeza de que la única mujer a la que amé nunca debía ser amada. Al menos los Guns and Roses seguían sonando durante toda la paliza.
El como llegué a este pantano, no tiene mucha historia, aquel par de hippies cruzaron el bosque conmigo a cuestas y me lanzaron a este estercolero natural. Nadie me encontrará aquí. No habrá entierro, ni flores, ni gente que llore delante de mi féretro. Pero bueno eso no me importa, ya que aunque hubiera muerto de otro modo, tampoco creo que tuviera nada de eso. Al menos no tengo una lápida ya que si la tuviera la única inscripción que sería adecuada, sería una en la que pusiera: “A nadie le importó en vida y a nadie le importará en muerte”.
Así que lo mejor será no dejar huella de mi existencia en muerte, como tampoco la dejé en vida. Por eso observo con aprobación como mi cadáver es devorado por las alimañas. Mi único deseo que acaben rápido con mi cuerpo, y que les sepa como si se tratara de auténtica ambrosía.