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Aletargado en el fondo  de la venta, esperaba pacientemente la llegada de la guagua de las tres. Tenía ganas de llegar a casa, darme una ducha y dormir durante  veinte horas seguidas.

A través de la ventana, pude divisar el  barranco que imperceptiblemente eructaba el eco de un motor diesel. A lo lejos, una fina columna de polvo delataba la presencia del  vehículo en su lenta escalada ladera arriba.

El cansino toser de la guagua desapareció, como un escalofrío, anunciando la parada del bar. Momentos después, una silueta mórbida se dibujó en la puerta de la estancia. El chofer levantó la mano a modo de saludo y dejó escapar un sonoro pedo que contrastó con el silencio de la escena. Sin mediar palabra, como si de una sutil contraseña se tratara, el dueño del bar se perdió entre los calderos y, al instante, regresó triunfal con una fuente de judías negras humeantes. Depositó el preciado trofeo en la mesa del cliente mientras dos moscas se afanaban en libar los hilillos de saliva que, poco antes, habían surcado  la oronda  barbilla del conductor.

Entretuve mi espera imaginando a las pobres judías pidiendo auxilio, protagonistas de un viaje en patera  sin  retorno, condenadas al vaho fétido, trituradas por dos hábiles muelas, únicos  testigos vivos de una dentadura durante años maltratada.

Finalizada tan terrible ejecución, el chofer gesticuló con su cabeza para indicarme que era la hora de partir. Al pasar junto a la mesa, todavía pude contemplar el semblante lleno de terror en un mendrugo de pan mutilado por unas manos toscas y grasientas.

Abrí la puerta de la guagua y subí la pequeña escalerilla. Un aire cargado, nauseabundo, maloliente,  un olor a ventosidad  una y mil veces remolida al compás de los baches del camino hizo que mi maltrecho estómago zozobrara. Estallé como un volcán en erupción. Hubiese apostado mi vida a que, entre aquel líquido amarillento que serpenteaba por  el suelo, se encontraba la primera leche que mamé.

El chofer  me miró algo sorprendido y, detrás de aquellos oscuros dientes teñidos de café, su garganta dejó escapar un:  ¡Vaya, ya me ensució el coche, amigo!

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