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El demonio es el hombre (“Seguiré viviendo” 37a. entrega)

Joaquín ha sido otra voz en mi conciencia. La que aminoró los obstáculos a la fogosidad de mis instintos; la voz que estimulaba mi arrojo y echaba por la borda la templanza. Es un buen hombre; honesto, amable, muy libidinoso y poco refinado; y no porque le hubiera faltado formación, sino porque le sobró, al decir de sus palabras.

 

 

«Era –dice– la reacción a una instrucción insoportable, a una etiqueta y a unas maneras que no van conmigo». No es mi antítesis, al fin y al cabo yo era como él, un hedonista convencido; él, desenfrenado y lenguaraz, yo más pulcro y contenido. Recuerdo que pocos como Joaquín cuestionaron la apología que hice de la ternura femenina: –¿Tiernas dices tú, con la intensidad tan desmedida con que odian? ¿Con la rudeza con que tratan a los hijos? Tiernos nosotros, que sabemos consentir, que como padres somos verdaderas madres. Y no lo digo con enfado, tampoco por despecho. Tu sabes que no podría vivir sin ellas. Sin las mujeres mis mayores placeres estarían proscritos. Tenía razón. Bastaba ver las estadísticas de la violencia en los hogares para saber que hay más maltrato de la mujer contra sus hijos que del hombre contra ellas. Rectifiqué. Más que en las mujeres, la ternura estaba en mí imaginación, como una cualidad que esperaba materializar en alguien, y que brotaba en la proximidad de esos seres exquisitos. Tal vez no fueran los entes encantados con que yo soñaba, pero ningún otro me hubiera embriagado tan intensamente. –Las mujeres son a la vez dulces y amargas –terminé afirmando. –¡Pero adorables! –apuntó Joaquín–  dándole la razón a mis razones. –¡Adorables mas no para casarte! –le dije a sabiendas de su fobia. –¡Qué observación más necia! No soy de los que con una sola mujer se satisface. No hay además hechizo que aguante un matrimonio. Para casarse se necesita una vocación como la tuya. –¿Así de estoica? –Desde luego. Harías prodigios con una mujer menos rabiosa. Fui entonces yo quien protesté contra tamaña idea: –No me tiraría con un matrimonio la dicha de un romance. –Te podrías casar con una amante. De paso te sacarías el clavo. –¿Sólo por el placer de la venganza? ¡Nunca! No quiero ser materia de rencores.

Sin embargo me asaltó una idea descabellada y le dije que tal vez lo haría cuando la muerte me rondara. –Digna de ti tamaña extravagancia. –Inaudita en verdad. Pero un matrimonio cuando la muerte acecha es tan fugaz que no da tiempo al desengaño.

–Ese sí «hasta que la muerte los separe». –Y más allá, porque el recuerdo de la relación estará libre de agravios,  y sublimado  por la compasión y la ternura.

–¿Si no es para agriar la placidez de Elisa, qué razón tendrías para casarte?.

–Asegurar una compañera en mis peores días y compensar a las amantes. Enaltecer a una para hacerle un reconocimiento a todas. Escarmentar a quienes las humillan, haciéndolas partícipes de los privilegios de que gozan las señoras «dignas». –Aunque romántico, tu gesto pasaría sin advertirse. Para llamar la atención tendrías que vivir en la era victoriana. Ya nada escandaliza. Hoy novias, esposas o amantes son la misma cosa. Para colmo de males desde tu separación tus queridas perdieron la condición de amantes. –Desafortunadamente las amantes no existen en la agenda de los hombres libres. Me tocará llamarlas novias; son las consecuencias de romper mis ataduras.

–Lo dices con nostalgia porque el matrimonio te dejó marcado. La novia tiene el hedor de la consorte, la amante la holgura de los amores clandestinos. –No me atrevo a ser tan descarnado, pero el vocablo esposa algo desagradable produce en mis entrañas, a sabiendas de que las puede haber maravillosas.

Finalmente me he visto de cara con la muerte, y sin la intención de proponerle a nadie matrimonio. ¿Cómo habría de plantear tamaño disparate? Se lo acabo de recordar a Joaquín, quien ya ni se acordaba. Y aunque retomamos la conversación de tantos años, terminamos hablando de la connotación que tiene el sexo para el ser humano. Le expuse mi teoría de que el sexo es para el hombre un fin y para la mujer un medio. Un medio para halagar o asegurar a su pareja, y no pocas veces para escalar y asegurar el éxito. –No es vital para la mujer –me dijo Joaquín al despedirse–. Pero sin él, en cambio, sería impensable la vida para el hombre. Esa afirmación inobjetable me obligó a pensar cuán importante había sido en mi existencia. Me remonté a mi adolescencia, en que por juzgarlo poco intelectual y demasiado maquinal le dedique muy pocos pensamientos. Y aunque no fue motivo de mis reflexiones, sí sucumbí entre contrito y apenado a sus momentáneos arrebatos. Del sexo tan solo me molestaba que sólo fuera instinto. ¡Quién hubiera pensado que terminaría librando batallas en su nombre! De tanto observar, llegué a la conclusión de que el apareamiento no surge solamente del deseo, pues la frustración y la ansiedad son otras fuentes que lo determinan. Pensando en mí, recordé que las embestidas de Elisa me impulsaban a los brazos de mi amante; no como expresión de venganza, sino en busca de un bienestar que anulara la desazón y la tristeza. Era una fuerza refleja y repentina que surgía tras el disgusto. ¡Ah, maravillosas endorfinas! Si no hubiera invertido en el amor la energía reprimida de mis furias, cuántos males hubieran sido causados por mi ira. Debo afirmar que desde mi temprana adolescencia intuí que el sexo calmaba la ansiedad, que era una salida por la que escapaban las tensiones. Y no fue el producto de un caso personal; el efecto colectivo lo deduje al apreciar el índice de nacimientos en una población sometida a situaciones críticas. Cuando me vieron disociar el sexo del amor en mis escritos mis contradictores opinaron que era el efecto de la malograda experiencia de mi matrimonio. No entendían que pudiera quitarle a la actividad sexual el aura romántica con que siempre ha sido maquillada para que no parezca el instinto animal que es verdaderamente. Fue en efecto mi experiencia, pero también la observación de mis congéneres, la que me dio elementos para llegar a tan provocadoras conclusiones. Estando más allá del bien y el mal, me mantengo en que la actividad sexual es una práctica que se relaciona más que con el amor con la ansiedad, y que actúa más como una válvula de escape, que como demostración de afecto. Es una práctica egoísta, que por saciarse mutuamente, como tal no alcanza a percibirse. Pero utilitaria o generosa, es de todas formas un resarcimiento delicioso por todas las agresiones de la vida.

Nada como las ideas sobre la sexualidad reflejan mi trasformación del niño timorato al adulto irreverente. ¡A qué punto llegué a rebelarme contra las prédicas que el sexo satanizan! ¡Cuántas veces sentí deseos de mandar a Javier a los infiernos!. La vida sexual es un asunto privado, privado hasta para la religión, quise decirle. ¿Cómo osa un sacerdote inmiscuir sus narices en lo que sólo concierne al individuo? Pero siempre me controlé, nunca supo él las centellas que me desencadenaban sus rígidos conceptos.

Luis María Murillo Sarmiento

Ir a El mundo por descubrir no es el soñado ("Seguiré viviendo" 39a. entrega)

Seguiré Viviendo“Seguiré viviendo”, con trazas de ensayo, es una novela de trescientas cuartillas sobre un moribundo que enfrenta su final con ánimo hedonista. El protagonista, que le niega a la muerte su destino trágico, dedica sus postreros días a repasar su vida, a reflexionar sobre el mundo y la existencia, a especular con la muerte, y ante todo, a hacer un juicio a todo lo visto y lo vivido.

Por su extensión será publicada por entregas con una periodicidad semanal.

http://luismmurillo.blogspot.com/ (Página de críticas y comentarios)

http://luismariamurillosarmiento.blogspot.com/ (Página literaria)

 

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